DIOS bendito… Aquello era espantoso… La carne triturada, desgarrada, hecha jirones, cercenada aquí y allá, grumos de sangre en todas partes, en el salpicadero, sobre el volante, en los cristales… Un boquete enorme, como una dentellada, caliente aún, borboteante… Como el resto, los tipos anteriores: todos castrados de igual modo. Que ya iban cuatro, con el del Mercedes, chorreando sangre, mutilados… Y el jefe machacándome todos los días... Es que no había pista alguna, indicios, huellas, nada. Solo aquellas mordeduras, dentelladas enormes, bestiales, espantosas… Los demás polis me preguntaban: qué hacemos con el cuerpo, las huellas, la ambulancia, el tanatorio… Les dije que le pusieran una manta encima, que no tocaran nada, que llamaran al forense, que acordonaran la zona, que esperaran. Yo tenía que ir a casa a descansar un poco. Lo necesitaba ya, después de varias noches sin dormir, dando vueltas y vueltas al tema. Aquellas mordeduras, como si les hubiese arrancado el miembro un cocodrilo, de una dentellada, ñam, y se acabó: desencajados, desangrados, muertos de dolor… o de placer... Porque tenían caras de extasiados todos, como de estar gozando lo suyo en el momento clave… Su expresión, los ojos entornados, su sonrisa… Los cuatro igual, además, hombres ricos, de mediana edad, calvetes y barrigudos, en sus coches de lujo desangrados con aquel puré de picadillo entre las piernas... Les robaban los anillos, las medallas, la cartera… Y les dejaban pudriéndose en la noche, muertos.
Vicente Muñoz Álvarez,
de Las setas y otros relatos de la Era Pulp
(Versátiles, 2021)