Leí un correo electrónico la mañana del viernes 3 de enero, en el que se detallaban los actos que van a conmemorar el próximo 9 de Enero, los 50 años de uno de los puntos de inflexión más importantes de nuestra historia, el 9 de Enero de 1964. Entre otras cosas decía aquella nota que una bandera, aquella mancillada por la violencia, quedaría consignada en una urna que saldría de España, justo en estas horas bajas de nuestras relaciones comerciales. Esto lo leí en la oscuridad de mi cuarto, a las 5 de la mañana, medio incorporado sobre mi almohada.
Me fui para la oficina pensando en mi tierra allá lejos, pensando que desde Madrid viajaría hasta Panamá una urna en la cual una bandera del 9 de Enero de 1964 recibiría el respeto de todos los panameños de bien.
Una bandera
Las patrias son complejas y la idea de patriotismo está bastante viciada, llena de muy malos olores y mucha gente aprovecha los colores de su tierra para convertirlos en ideología contra los otros. Pero en mi casa, mis hijas reconocen una bandera de tres colores y dos estrellas, de un país lejano y “pequeño” (Lucía dixit), como una “S” durmiendo (Aitana dixit), y yo, padre orgulloso, las dejo curiosear en los álbumes de Esta es mi patria y me preguntan cosas sobre aquel paisito valiente (Lucía sabe ya lo que es un istmo, un accidente, aunque sólo sea geográfico) que un día quiso izar una bandera.
Una historia
“Papá, ¿qué hace ese muchacho subido en la farola con la bandera de Panamá?”, preguntan. Entonces me planteo cómo contarles a unas niñas la historia del 9 de Enero del 64. Papá escribe novelas y cuentos, pero no sabe cómo contar una historia tan difícil. Papá les dice que algunas personas no querían que la bandera estuviera puesta en una parte de Panamá. Pienso en la estupidez humana.
Una bandera. Una historia.
Unas niñas que preguntan. Yo también fui niño, yo también pregunté, yo también escuché las historias, yo también aprendí que unos muchachos fueron con una bandera panameña hasta la Zona del Canal para izarla. Me dijeron que les dispararon, que murieron, que los mataron. La Avenida de los Mártires sustituye a la avenida 4 de Julio, la independencia de los Estados Unidos reemplazada por la sangre derramada de la juventud panameña haciendo cumplir la legalidad.
Una bandera.
Un escritor en Madrid que trabaja en el aeropuerto. Me traen unos papeles. La mercancía viaja a Panamá. Pregunto al cliente si lo que viaja es una urna. “No, una bandera”, me dice, “es la bandera de tu país”. El corazón me dio un vuelco. Les conté por encima, la historia de aquella bandera que yo pensé que estaba en Panamá. No, me dicen que la han restaurado aquí en Madrid, “¿quieres verla?”.
Pedí que me sustituyera alguien en mi puesto y salí de la oficina hacia el muelle donde una caja de madera guardaba una delicada carga. Junto a ella, Damaris Grajales de Reyes, administradora del Museo del Canal, lucía satisfecha y agradecí ver un rostro cercano, unos ojos que verían lo mismo que yo, lo que los demás alrededor apenas intuían. Pensé en las imágenes que tenía de aquella bandera, pensé en el álbum de Esta es mi patria y allí estaba la figurita con la bandera. Pensé en mi país, en su deseo de justicia, en sus jóvenes marchando hacia la Zona deseando hacerla ondear junto a la estadounidense, queriendo hacer valer lo firmado por Kennedy con Chiari. Levantaron una tapa de madera. Debajo otra. El corazón comenzaba a latirme con más intensidad y creí no poder contener las lágrimas. Levantaron la otra tapa y allí estaba: la bandera panameña, limpia, unida, brillante, perfectamente restaurada. Pensé en mis hijas que siempre me preguntan qué ha ido o venido desde mi oficina. Tenía una historia que contarles, tenía que hablarles del 9 de Enero de 1964.
Girones de una bandera rota en la memoria. Encontré una metáfora perfecta de lo que nos pasa hoy. Esa bandera de más de 50 años, ultrajada en una lucha contra intereses mayores que nuestras expectativas, luce ahora renovada. ¿Quién dijo que no se puede restaurar la dignidad? Esa bandera que viaja desde Madrid es símbolo de cómo deben ser de ahora en adelante las cosas. Un intenso trabajo de restauración ha dejado la bandera restaurada. Las letras doradas que ponen “Instituto Nacional” lucen como un destello del pasado que reclama su vigencia. Me sentí conmovido, me sentí parte de algo que va más allá del aquí y el ahora, que va más allá del presente o del pasado, algo que es futuro, algo que ya es de mis hijas.
Contemplé en silencio la bandera, y vi a mi gente, vi a los que se sacrificaron para que vivamos en plena disposición de nuestro territorio, vi que un trabajo concienzudo puede restaurar los girones de una bandera, de una identidad, de la dignidad de un pueblo que no se ha echado para atrás nunca. Vi mientras la volvían a tapar, cierta luz, ciertos “fulgores de gloria” que hay que cantar menos y ejercer más.
Me sequé alguna lágrima necia y silenciosa, me tragué el llanto, y recordé a mis hijas con el álbum, preguntando por los muchachos y la bandera panameña en las farolas, saltando la cerca, haciéndola ondear en la Zona. Un símbolo de unidad que ya viaja rumbo a su tierra para contar, con su sola presencia, que el trabajo que queda por hacer es duro, pero que el resultado bien vale la pena.
“Papá, ¿qué viste hoy en tu oficina?, me preguntaron las niñas”. Vi una bandera, una bandera muy especial, les dije. Vi la bandera de Panamá, una muy valiente… y entonces, comencé a contarles la gran historia de un país chiquito, como una “S” acostada, que no dejó que el más grande lo pisara y que al final le ganó. “¿Cómo David y Goliat?”, me dicen. Sí, igual, les contesto, y volví a ver en mi memoria la bandera y al pueblo que representa.
Publicado en el diario Panamá América el 4 de enero de 2014.