Soy un lector tardío de Emmanuel Bove, escritor minucioso y extraordinario de quien disfruté hace poco su novela Mis amigos. El mismo día de esa compra me llevé también este libro de unas 140 páginas que recoge 7 de sus relatos. Historias en las que encontramos a individuos que rozan la indigencia (alguno me recuerda al protagonista de Hambre de Knut Hansum), a maridos celosísimos que empiezan a dudar de si lo que han visto sus propios ojos es cierto o sólo un descuido de la mente, a un hombre que sostiene que él no está loco mientras va relatando algunas de sus locuras (Me gustaría que todo el mundo entendiera inmediatamente lo que me bulle en el cerebro sin necesidad de escribirlo. Sería todo mucho más sencillo, escribe este desdichado), o a un muchacho que regresa a su hogar tras haberse ido un lustro atrás y no sabe si tendrá el valor necesario para reencontrarse con una familia que lleve ese tiempo sin tener noticias suyas.
El sufrimiento, como acertadamente apuntaba Manuel Hidalgo, constituye la experiencia central de sus personajes. Son relatos construidos con una prosa sencilla y a la vez dotada de fuerza y precisión: con apenas unas líneas retrata una calle entera, la atmósfera de un bar lleno de perdedores o las inquietudes mentales de los celosos. De muestra, un fragmento del primer cuento, “El crimen de una noche”, quizá mi favorito del lote:
La lluvia resbalaba por las farolas de hierro pintarrajeado. Las aceras, cubiertas de reflejos, parecían moverse. Los faros de los coches y los taxis apenas alumbraban.
Entró en un café. El toldo se movía con el viento y soltaba bolsones de agua.
El vaho, que flotaba por todas partes, empañaba los vasos, la barra y las bombillas. Algunos clientes habían dibujado en los cristales.
Henri Duchemin pidió un café, un café muy caliente, que se bebió de un trago, sin dejar siquiera que se disolviera el azúcar.
Una mujer, con un abrigo de pieles húmedo aún, se estaba bebiendo un vaso de leche que el carmín de los labios debía de endulzar. Tenía los ojos, muy pintados, abiertos continuamente, como los de una muñeca.
-¡Vaya Nochebuena más triste!
Henri Duchemin sabía de sobra que algunas mujeres hablan con los hombres para pedirles dinero, pero prefería no pensarlo y mantener intacta la esperanza de algún acontecimiento nuevo.
-Pues sí, ¡qué Nochebuena más triste!
Miró la puerta. Le preocupaba que entrase el señor Leleu, su vecino. Se habría sentado ahí, a su lado, y con toda seguridad lo habría suplantado.
-¿No está usted muy aburrido, caballero?
-¡Ay, sí!..., no se ofenda…, si supiera usted qué mal lo paso…, cuánto me gustaría explayarme… Para usted soy un desconocido. Tenga paciencia… Le contaré mi vida… Es bastante triste…
Le alegraba tanto poder hablar de sí mismo que parecía más joven. La certeza de agradar le daba aplomo. Se disponía a continuar cuando su compañera se echó a reír:
-No me sea ridículo. Si se siente desgraciado, lo que tiene que hacer es suicidarse.
Henri Duchemin se puso colorado. Pasó un minuto pensado qué responderle.
Como no se le ocurría nada, se levantó y se fue con el corazón cargado de amargura.
[Hermida Editores. Traducción de Mª Teresa Gallego Urrutia y Amaya García Gallego]