Tendría ocho o nueve años cuando presencié un atropello mortal. Iba camino al mercado de la mano de mi madre, pendiente de saltar correctamente de línea en línea en el paso de cebra, cuando oí un rumor, un golpe seco, el chirriar de los frenos del tren y algún grito estridente y seco. Luego recuerdo la palma de la mano de mi madre tapándome los ojos para evitarme el terrible espectáculo del jubilado desparramado en el paso a nivel al que, no obstante, a pesar de su rápida maniobra, pude ver perfectamente: el reguero de sangre que partía del cuerpo, en las vías, hasta la cabeza que había rodado por el arcén hacia la boca de tormenta donde quedó atascada mirándonos, como pidiendo auxilio con un grito silencioso y congelado para siempre. Tras el incidente del que, sinceramente, no tuve plena consciencia (testigo presencial de un hecho que no era capaz de asimilar), regresamos a casa casi a la carrera. Durante un tiempo mi madre estuvo muy afectada por lo que había visto. Yo lo había echado confusamente en el olvido, pero la huella de lo que presenciamos fue para ella tan fuerte, lo recordaba siempre de tal manera, que muy pronto comencé a poblar la imaginación de todo lo que no había visto y entendido, todo lo que enumeré antes y que mi madre contaba con todo tipo de detalles a las vecinas, a mi abuela por teléfono, a mi padre cuando cenábamos, al portero de enfrente día sí y día no, a la frutera y al carnicero, hasta que acabé por soñar con el pobre hombre decapitado en el paso a nivel. Pasó así un tiempo. Un buen día dejó de hablar de ello y creo que hizo un pacto con su memoria. A mí, curiosamente, me costó un poco más. Cada vez que pasaba por el paso a nivel veía la escena, el brillo de la sangre negra que dibujaba una recta desde las vías hasta la alcantarilla, los gritos de la gente, la presión de la mano de mi madre, el insufrible y agudo sonido del freno de la locomotora, los chispazos quemando los hierbajos del arcén. Únicamente recordaba los detalles que no había alcanzado a ver pero que tanto se revivían en casa. Olvidé todo al llegar a la adolescencia. Luego nos mudamos y eso puso punto final a la historia.
Ahora bien, imaginen que lo que acabo de referirles es falso. Que me lo inventé movido por la vanidad, el aburrimiento, o el íntimo deseo de manipular durante un par de minutos las emociones de alguien, de quien sea, como si fuera un dios infinitesimal en busca de revancha. Suena a crueldad o a tomadura de pelo? Nada más lejos de la verdad, se lo aseguro. Pero en la aceptación de este juego tan serio y por momentos perverso, reposa la clave o el sentido de la literatura.
Max Benítez