Existe la creencia general de que, hasta cierto punto, los hombres se vuelven más atractivos con la edad. Si es así, yo estoy iniciando el descenso de esta parábola. […] Pero es innegable: soy un hombre de mediana edad. He de sentarme para ponerme los calcetines, hago ruido cuando me pongo en pie y he desarrollado una inquietante consciencia de mi glándula prostática, esa nuez agazapada entre las nalgas. Siempre había creído que envejecer era un proceso lento y gradual, como el desplazamiento de un glaciar. Ahora me doy cuenta de que pasa de golpe, como la nieve al caer de un tejado.
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Sé que las parejas tienden a embellecer el folclore de su primer encuentro con todo tipo de detalles y significados ocultos. Moldeamos los primeros encuentros y los imbuimos de sentimientos hasta convertirlos en mitos para convencernos a nosotros mismos y a nuestra descendencia de que se trataba de algo predestinado; y, con esto en la mente, quizá es mejor hacer una pausa y regresar al punto de partida, en concreto a la noche en la que esa misma mujer inteligente, divertida y atractiva me despertó para decirme que había llegado a la conclusión de que, si no estuviera a mi lado, quizá sería más feliz, y su futuro, más completo y rico, que se sentiría más “viva”.
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Los viajes conllevan cierta suciedad. Uno comienza duchado y fresco, con ropa limpia y cómoda, animado y con la esperanza de que ese viaje sea como los de las películas: el resplandor de los rayos del sol en las ventanas, la cabeza descansando en el hombro de tu pareja, y risas con una suave banda sonora de jazz. Sin embargo, la cochambre se aposenta antes incluso de que uno pase por seguridad: suciedad en el cuello y en los puños, aliento a café, sudor en la espalda, equipaje demasiado pesado, distancias excesivas, mezcla de monedas en el bolsillo, conversaciones forzadas y abruptas, cero tranquilidad, cero paz.
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Con los años, he leído muchos muchos libros sobre el futuro; mis libros “estamos todos condenados”, como los llama Connie.
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En todos los libros que he leído, la clase media está condenada. Hoy en día, la globalización y la tecnología ya han arrasado con un montón de profesiones anteriormente seguras, y la tecnología de impresión 3D pronto se llevará por delante las últimas industrias manufactureras. Internet no reemplazará esos trabajos ¿y qué lugar habrá para la clase media si doce personas pueden llevar una empresa? No soy ningún agitador comunista, pero hasta el más fiero defensor del mercado libre estará de acuerdo en que las fuerzas de mercado capitalistas, en vez de propagar riqueza y seguridad, han magnificado de forma grotesca la brecha entre ricos y pobres, empujando a una mano de obra global a realizar trabajos peligrosos, no regulados, inseguros y mal remunerados, mientras recompensa únicamente a una pequeña élite de empresarios y tecnócratas. Las profesiones llamadas “seguras” cada vez parecen serlo menos: primero desaparecieron los mineros y los obreros de los astilleros y las siderurgias, pronto le tocará el turno a los empleados de banco, a los bibliotecarios, a los profesores, a los tenderos o a los cajeros de los supermercados. Los científicos podrán sobrevivir si se dedican a la ciencia adecuada, pero ¿adónde irán a parar todos los taxistas cuando los taxis se conduzcan solos? ¿Cómo alimentarán a sus hijos o calentarán sus casas, y qué ocurrirá cuando la frustración se convierta en ira? Añadamos a eso el terrorismo, el problema aparentemente irresoluble del fundamentalismo religioso, el auge de la extrema derecha, los jóvenes con empleos precarios y los ancianos con pensiones irrisorias, un sistema bancario frágil y corrupto, la incapacidad de los sistemas de salud para atender a la gran cantidad de enfermos y viejos, las repercusiones medioambientales de unas explotaciones agrarias sin precedentes, la batalla por los recursos finitos de comida, agua, gas y petróleo, el cambio de curso de la corriente del Golfo, la destrucción de la biosfera y la probabilidad estadística de una pandemia global… Lo cierto es que no hay ninguna razón para que nadie pueda seguir durmiendo bien.
[Planeta. Traducción de Aleix Montoto]