Ya lo dije: solo quedarán los que fuman a la puerta de los bares de los pueblos de montaña, mientras nieva. Ya lo digo: solo quedarán los que fuman en las bocacalles de los polígonos mientras agosto los quema vivos. A quién le importa que ahora digan que el tabaco además de matar contagia. A quién le importa que ahora obliguen a fumar a dos metros de distancia del mundo. Si has de fumar, fumarás. Como siempre. Como nunca. Porque fumar siempre fue precisamente eso: lejanía, trinchera. Humo. Cine. Algo que arde, que se ilumina e ilumina, que se apaga, que se acaba. Que acaba abandonándote a tu suerte en la oscuridad, como un padre, como un sueño. Por eso es hermoso ver a la gente dándole al pitillo agazapada entre los coches aparcados. Por eso es tan hermoso ver a la gente recorrer las calles dale que te pego al vicio esquivando a sus congéneres. Por eso es tan, tan hermoso ver a la gente levantarse de la mesa y alejarse unos pasos de los suyos para encenderse un cigarro en la penumbra que circunda la terraza. De modo que el problema de fumar nunca será tener que ausentarte de los otros cuando te enciendas un Lucky, un West, un Marlboro. Con independencia de la ley vigente, esa es la bendición anhelada por quienes fuman de verdad, quienes fuman como está mandado: alejarse. Alejarse del gobierno, alejarse de la cháchara, alejarse de todo eso que acecha ahí fuera. No, el problema de fumar es otro. El problema de fumar es que dos metros de distancia es poca distancia. La tragedia de fumar es que cuando fumas siempre estás contigo.
Iván Rojo