Beber del pensamiento. Dejar que el cuerpo descienda hasta la sed: la búsqueda erguida sobre el mapa, la huida de la lombriz por el asfalto, la caza de un mirlo rojo, el roto en el mapa, el pie en la lombriz, la duda del estornino. Ese rojo que deja rastro. Beber del olor del agua y de la trayectoria de lo ausente. Inventar un ahora hecho de vestigios. Retener en la palma de la mano el olor de la palabra humedad y comprender un tiempo aparte, carente de sentido.
La lluvia repica sobre el cadáver seco de un ave sin párpados. Explota el agua, impúdica, y el pájaro se hace pez y ladra. Abre el pico en busca de la madre. Y las plumas no se mojan. Y si se mojan son escamas. Y el ladrido cae en un charco que tampoco tiene ojos. Y no hay madre, ya cadáver hace tiempo, que no es poco.
Vivir en sed permanente, en un tejer el agua con las manos para hacer ruegos navegables. ¿Cuánta agua hay en la sed que invade el agua? Pensamos el camino todo curvas, cuando en realidad es un destello afilado cuya luz nos observa y nos llama forma, cuyo tiempo nos recorre y nos llama trayectoria. ¿Has visto ese agua lechosa en que coagula el reflejo? Hay que confiar en el agua. Los recuerdos son los dibujos del azar en la mirada y permanecen más limpios desde que no los habitamos. Necios, tocamos el sonido del agua para saciarnos el miedo. Estamos sordos y tememos, porque el agua grita y la sed muerde. Son palabras a punto de ser palabra, musgo dentro de la garganta, ceniza que dice ser llama. No entendemos el lenguaje de la sed que nace del agua. Es un astro permanente: el que se muestra y el que se oculta. En cada pliegue, imperturbable, orbita, a escondidas de sí mismo. La lágrima es hoy y es todo el agua de un mapa. Tiempo y lugar desaparecen entre los cantos negros, como sed que grita y languidece en el pedregal del río seco. Beber: la vida siempre será sed.
Hay un vértigo cayendo a lo profundo. Rebota, como el eco en una lata, y se deshace en sal y costras de caracola. Vértigo, con forma de grito que quiebra aquel castillo infantil de arena seca. Es vértigo doblado sobre sí mismo, asediado por enemigos minúsculos, interiores y candorosos, sedientos y ciegos que pisan con rabia el agua. Y el agua no corre, ni huye. Cae. Es negligente. Es un sonido desconfiado que corre libre por los vidrios. Y la sed se queda quieta. Es meticulosa. Es el empeño de las cosas muertas en permanecer. Todo este tiempo para descubrir que el agua es un residuo de la sed. Al menos, sabemos que el desamparo es una rama a la que llamamos viga, que no arde y que nos calla. Y por la rama nos suben las hormigas como pasea el olvido por la mente del anciano, incordiando con el roce de los pasos leves de mil insectos que son uno. Mientras, hay muros en los que crecen brocales a cuya linde asoman los ojos negros de los pájaros secos.
Se nos muere el agua en las manos, como esos pájaros que caen, o, si no, la matamos, en silencio. Bebe: presiente la sed del trayecto. Aún así, seguimos el camino. Nuestros pasos rebosan cualquier huella y desaparecen como el agua cuando rompe la forma en que habita.
Álvaro Hernando, de Mar de Varna,
(Ed. Baile del Sol, 2021)