Me siento poderosa al cumplir años. Es como pasar a una etapa distinta en el juego de la existencia. Juego de encuentros y desencuentros. De certidumbres y pasión. De esperanzas y sueños.
Me siento fuerte por haber vivido las fases que me han traído hasta aquí a través de esas mujeres que dejaron de ser yo.
¿Qué le diría a la niña que retozaba despreocupada con la vida por delante? ¿Qué le contaría a la adolescente que se abría al amor como una granada madura? ¿Qué le revelaría a la joven que se embarcó en un proyecto febril y aventurero para quedarse después estancada en un mundo opaco de silencios? ¿De qué le informaría a la hembra en sazón que decidió abrir la puerta y partirse el pecho en una partida que al final quedó en nada? ¿Qué le diría a esa madre brava que se reconstruyó tantas veces basándose en la experiencia de las que la habían precedido?
Peldaños cada una de ellas. Eslabones. Pasos que me han traído hasta el presente hermoso que disfruto. Por eso me siento poderosa. Con el correr del tiempo soy consciente de mi avance.
Me sienta bien cumplir años y ascender a una nueva escala en un nivel avanzado de mi videojuego personal. Tableros móviles donde se sortean obstáculos o recoges flores, donde monstruos volátiles te lanzan estrellas que revientan en tu cara desdibujando tus objetivos. En otras, surgen bolas que se destruyen, estallan y forman un universo multicolor. Ocasionalmente retrocedes y caes quedándote enganchado en repeticiones sucesivas hasta, que una vez aprendida la lección, superas el escollo y alcanzas la meta.
Y qué fácil resulta, si insistes en tu empeño, hacerlo de principio a fin. Sin estrés, sin presión, sin agobio, resuelves uno a uno los enigmas, esta vez sí, disfrutando plenamente de cada situación que se te presenta.
Ahora, desde esta plataforma de mis setenta años me siento dichosa. Un sentimiento que quizás no sea compartido, o quizás sí. Para algunos los años son un freno. Yo me construyo, me deconstruyo y me vuelvo a construir en esta recreación singular, en esta oportunidad única que me brinda la aventura de vivir.
¿Qué le diría la anciana del futuro a ésta dama que camina por Recoletos descubriendo la caricia del sol con el alma abierta, el corazón alborotado y la pujanza de la sangre corriendo por sus venas?
Es muy diferente sentirse poderosa a empoderada. Esa palabreja que se utiliza tanto últimamente. Hay una diferencia abismal. Una mujer poderosa se ha hecho a sí misma, la fuerza emana de ella. No necesita de nadie que la aúpe ni la encumbre. No necesita que alguien le diga que forma parte de un movimiento especial. El individuo puede ser bizarro en sí mismo. Sin estigmas. Sin consignas. Sin supuestas ayudas que los abanderados de la causa utilizan, en muchos casos, para auparse a la hegemonía y alcanzar así un dominio que utilizan solamente en su provecho. Poder político, mercantil, dictatorial, ejercido contra los intereses de las personas que se supone tendrían que estar sirviendo.
Esa es la gran diferencia. Yo me siento y soy poderosa. Nadie tiene que encumbrarme a ningún estado ni lugar. Lo que he hecho hasta aquí y lo que he conseguido se lo debo a mis manos, a mi cerebro, a mi esfuerzo y a lo que he recibido de mis ancestros. Generaciones predecesoras de mis días que me han legado sus genes. Que me han transmitido con sus vivencias, su proximidad, su esfuerzo, su lucha, su dedicación, sus derrotas y triunfos, sus caídas y resurgimientos, que lo que somos y obtenemos lo hacemos por nosotros mismos. Nuestras ganas son el motor y nuestra cabeza la nave que nos ayuda a transitar por la Tierra.
Por eso hoy sonrío al mundo y levanto la mirada al cielo con el orgullo de haber llegado hasta aquí, feliz con mis sentimientos. Dueña de todo y de nada abarco radiante la proyección de esta mujer que continúa afianzando bases para seguir creciendo.
Maica Bermejo Miranda,
del blog Al sur de los tambores