Cuando me levante por fin de mi lecho de semen apelmazado con el rostro ictérico y los bajos sifilíticos y repte hasta la sucia cocina para zamparme unos huevos rotos o empanadillas con litros de café, entonces seré el mismo imprudente de siempre, atravesando las trincheras del alba hacia la casa de putas del bloque de enfrente para arengar a las chicas sobre la poesía del futuro y los horrores de la castidad, con mi contraproducente política de babas y agujetas en el licencioso músculo, y cuando ellas, las putas, me pregunten por qué no danzo con las chicas de pelo azul celeste y mechas blancas, de tez pálida, que llevan esos vaqueros ajustados con el bajo arremangado hasta las pantorrillas, como si el invierno no fuera con ellas (como si no les afectara más allá del crepúsculo de sus uñas acrílicas), yo les responderé que no sé. Que no sé danzar.
Cuando alce el vuelo sobre mis sábanas con lefa revenida y me una a los aulladores del arcén mellado con sus tónicos venenosos y me convierta en el joven jeta macilento sin escrúpulos que vomita en esa parte desenfocada de la acera que enfiláis con vuestras mascotas de ojete humeante y sable cetrino, el esmog, el tráfico en la avenida y el graznido de las cotorras untará de gris el día en que el niño no volverá a chutar su balón de fútbol, porque en adelante solo se chutará jodidos mensajes de texto indescifrables y cursis emoticonos a la sombra narcoléptica de los naranjos del bulevar.
Y, ahora, cuando el despertador me avisa con su estentórea alarma de la hora programada, lo traiciono y lo estampo contra el suelo de un manotazo (aunque realmente me ha traicionado él a mí, porque es día 25 y no curro y además tengo una resaca del carajo), y me doy la vuelta y me froto bocabajo contra el colchón hasta despellejarme vivo, fungible como soy por algún arcano designio cósmico, ocultando entre la almohada mi visaje más oscuro, y llamo a gritos al mayordomo para que suba la persiana de mi cuarto y me traiga un vermut: “¡Claus, Claus!”, pero no responde, seguramente porque no tengo mayordomo, pero es igual, me enfurezco igual, y grito “¡…!” y luego balbuceo en un idioma desconocido, divino, maldigo en un lenguaje mágico y demente, que ensayo cada mañana y solo yo conozco, solo yo, por ahora.
Joan Casavila