Todo arranca un día de nieve en París, en la calle de Fleurus, el 9 de enero de 1979. He escrito una novela, es la primera, no sé que es la primera, no sé si voy a escribir más. Todo cuanto sé es que he escrito una y que, si pudiera encontrar un editor, estaría bien. Si ese editor pudiera ser Jérôme Lindon, estaría mejor aún, claro, pero no es cosa de andar soñando. Una editorial demasiado seria, demasiado austera y rigurosa, quintaesencia de la virtud literaria, demasiado para mí, ni siquiera merece la pena intentarlo. Así que le mando el manuscrito por correo a unos cuantos editores, que lo rechazan todos. Pero sigo, insisto y, en el punto al que he llegado, poseedor de una colección casi exhaustiva de cartas de rechazo, me he arriesgado la víspera a dejar un ejemplar de mi manuscrito en la secretaría de Les Éditions de Minuit, calle de Bernard-Palissy, sin hacerme la mínima ilusión, solo para completar la colección.
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En todas las ocasiones me entero de cosas en Le Sybarite: sobre Robbe-Grillet, sobre Claude Simon, sobre Pinget, que siempre hace una lista de los temas que quiere tratar en un pedacito de papel antes de quedar con Lindon, sobre la primera vez que Lindon leyó Molloy y, de una carcajada, estuvo a punto de tirar al suelo el manuscrito sin encuadernar, que podría haberse desperdigado por el metro, en la estación de La Motte-Picquet-Grenelle; esa historia iba a oírla muchas veces, todos íbamos a oírla muchas veces.
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Allí, Jérôme Lindon no se limita a explicarme por qué mi libro es malo, sino de qué manera es malo, sino también por qué y cómo he actuado así, por qué y cómo me he equivocado, por qué y cómo he hecho mal en equivocarme. Se le dan muy bien esas cosas. Aunque me confirma que no va a publicar el libro, me avisa de que me montará un ataque de celos si intento que lo publique otro.
[Nórdica Libros. Traducción de María Teresa Gallego Urrutia]