La Calera, de Thomas Bernhard

 

 

Las gentes, le dijo Konrad al parecer al inspector de construcción, dice Wieser, no dejan de llamar, aunque saben que molestan, me interrumpen en mi trabajo, destruyen tal vez mi estudio, me lo destruyen todo, y sólo dejaban de llamar, decía, cuando se había levantado, había apartado su estudio y había bajado y abierto.

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No hacer algo y, con ello, hacer algo, dijo al parecer. No hacer algo, por ejemplo, que se podría hacer y de lo que se dice (¡por todas partes!) que se debería hacer, era, decía, un progreso. Es para volverse loco, dijo al parecer, pero no me permito la locura.

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Por lo que se refería a este país, a esta patria suya, no se podía decir jamás la verdad, si se quería existir e, incluso, continuar un solo día, a nadie y sobre nada, porque sólo la mentira hacía avanzar las cosas en este país, la mentira con todos sus disimulos y arabescos y simulaciones y apocamientos. La mentira lo era todo en este país, la verdad sólo digna de acusaciones, condenas y burlas. Por eso no callaba que todo su pueblo había buscado refugio en la mentira. Quien decía la verdad se hacía culpable y ridículo, la masa o los tribunales decidían si era culpable o ridículo o culpable y ridículo, si no se podía declarar culpable al que decía la verdad, se le ponía en ridículo, si no se le podía poner en ridículo, se le declaraba culpable, en este país se hacía culpable o ridículo al que decía la verdad. Como, sin embargo, eran los menos lo que querían resultar ridículos o culpables, y el individuo nada temía más que una condena, una pena elevada de multa o de prisión o incluso de presidio no eran, sencillamente, propias de un ser humano, todos mentían o callaban.

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No, querido Fro, la convivencia, de las gentes que sea, de las personas que sea, del estado social que sean, del origen que sean, de la profesión que sean, ya se puede retorcer la cosa como se quiera, es, mientras dura, un medio de prueba para la Naturaleza violento, sencillamente, por naturaleza, siempre doloroso y al mismo tiempo, como nos consta, el más accesible y atroz. Pero también lo más martirizante se convierte en costumbre, dijo al parecer Konrad, y así, los que viven juntos, vegetan juntos, se acostumbran poco a poco a su vivir juntos y vegetar juntos y, por consiguiente, a su común martirio, provocado por ellos mismos como medio de la Naturaleza en orden al martirio de la Naturaleza y padecido en común, y se acostumbran finalmente a esa costumbre.

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[…] su trabajo lo era todo, el escritor mismo no era nada, sólo las gentes creían, en su bajeza intelectual, poder mezclar la persona y el trabajo de un escritor, las gentes, por pura desvergüenza impertinente relacionada con los acontecimientos de la primera mitad del siglo, se atrevían por todas partes a mezclar lo escrito con la persona del escritor y así, en todo caso, a producir siempre una atroz mutilación del trabajo del escritor con la persona del escritor, creían que había que poner continuamente en relación la persona del escritor con lo escrito por el escritor, y así sucesivamente, cada vez más, las gentes se dedicaban a mezclar producto y productor, con lo que, en conjunto, surgía continuamente una monstruosa deformación de toda nuestra cultura, y así sucesivamente […]  


[Alianza Editorial. Traducción de Miguel Sáenz]

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