Leer en el retrete, de Henry Miller

 


Hay un asunto relacionado con la lectura de libros sobre el que, en mi opinión, merece la pena reflexionar, puesto que afecta a un hábito de práctica común y acerca del cual, hasta donde yo sé, se ha escrito poco. Me refiero a leer en el retrete. En mi juventud, en busca de un lugar reservado donde devorar los clásicos prohibidos, a veces recurría al retrete. Desde ese período juvenil, nunca he vuelto a leer allí. Si necesito paz y tranquilidad, agarro mi libro y me lo llevo al bosque. No conozco mejor lugar para leer un buen libro que el corazón de un bosque. A poder ser, junto a un arroyo.
Oigo de inmediato las objeciones: “¡Es que no todos tenemos esa suerte! Hemos de ir a trabajar, viajamos de un lado a otro en tranvías, autobuses, metros atiborrados; no tenemos ni un minuto para nosotros!”.
Yo también fui un “currante” hasta los treinta y tres años. Y fue en esa etapa primeriza cuando más leí. Siempre leía en circunstancias difíciles. Recuerdo que una vez me despidieron porque me pillaron leyendo a Nietzsche cuando tenía que corregir un catálogo de venta por correo, porque a eso me dedicaba entonces. Ahora que lo pienso, fue una suerte que me despidieran. ¿Acaso no ha tenido mucha más importancia en mi vida Nietzsche que el conocimiento del negocio de la venta por correo?
Durante cuatro años enteros, en mis idas y venidas a las oficinas de la Everlasting Portland Cement Co., leí los libros más sesudos. Leía de pie, apretujado entre viajeros como yo. Y durante aquellos viajes en la E1 no me limitaba a leer, llegaba a aprenderme de memoria largos fragmentos de aquellos libros tan, tan sesudos. Como mínimo, fue una práctica valiosa del arte de la concentración.

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Durante aquellos años, y muchos que vendrían después, no solía dormir más de cuatro o cinco horas por noche. Y sin embargo devoré un montón de lecturas. Además, repito, leí los libros que –al menos, para mí– resultaban más difíciles. No los fáciles. Nunca leía para matar el rato.

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Yo, en particular, estoy convencido de que se puede tener fe y confiar en el Señor sin leer las Sagradas Escrituras en el retrete. De hecho, estoy convencido de que uno puede tener más fe y confianza en el Señor si no lee absolutamente nada en el retrete.

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El acto de entregarse a la lectura atenta de una página impresa mientras uno está sentado en la taza no sólo tiene algo de grotesco y ridículo, también implica un punto de locura.



[Navona Editorial. Traducción de Enrique de Hériz]

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