En aquel rectángulo irregular, con una amplia planta baja eso sí, se podía compartir pasiones con los amigos de ayer (y de hoy), los desconocidos beodos, los mendigos orgullosos de barrio clásico madrileño y con esperpentos varios: entre ellos la fauna de camareras de piel de serpiente, escasa belleza y aridez legendaria.
Había espacio en aquella cochiquera para reir, pero también para amar. Allí compartimos aperitivo con esas personas increíbles que ahora pueblan el recuerdo: los novios y novias eternas, pero solo por unos meses, de los años universitarios.
En la felicidad los besos sabían a clara con limón, a tabaco rubio y a certezas que duran hasta el verano. Allí comías con dos cañas, pues la tapa pantagruélica era parte del menú del día. Una fuente de lentejas, alubias o purrusalda eran susceptibles de acompañar a la cerveza bien tirada. En lo gastronómico sí parecía aquel lugar una sucursal de un paraíso pedestre.
En su sótano se podía comprar carne gallega de calidad; a los baños se accedía (y se accede) por una puerta batiente al más puro estilo Saloon del far west, y sigue haciendo falta reservar para celebrar de manera conjunta en la sala de esa planta baja (hoy con un número más reducido) cualquier tipo de evento. Descubrí que, a pesar de los cambios de personas y tiempos, pocas cosas más mediaban entre el recuerdo y la realidad.
La tarde de ayer me regaló un rato holgante por aquella zona. Una gestión administrativa y automovilística me ofreció un par de horas por las calles de mi pasado. No las desaproveché.
El garito sigue vivo. No ha cambiado a penas su fisionomía interna, pero ahora posee una terraza, al mínimo abrigo de unos plásticos comerciales, que ocupa media acera. La flora local, sin embargo, sí es nueva y las tapas ciclópeas han desaparecido. No obstante, acodado en un rincón de la barra, esta vez sin pellizco en la pleura de la emoción (aunque mi carácter melancólico así lo anhelara) pude comprobar algo. Veinte años separaban mis visitas, pero existía un espíritu compartido en el tiempo. A pocos metros de mí, una camarera ecuatoriana ejercía de maestra de ceremonias, algo así como la mandamás en el circo que era aquel garito. El trasiego de jóvenes imberbes, a pesar de la mascarilla era evidente, no cesaba. Se organizaban turnos imposibles para ocupar las pocas mesas habilitadas en el sótano. Es decir, el garito en el que tanto quise, reí y comí mantiene un aire secular de taberna canalla. Quizá en ese aliento propio, en ese anhelo perpetuado a lo largo de los años de ser escenario para encontrarse con el otro, bien frente a una caña o a un pacharán, resida, sin más, la felicidad.