Piñas mejicanas amanecen en las cocinas de Boston
aceitunas verdes de Jaén suben a los rascacielos de Dubai.
Espárragos de Perú forman torres en los hangares de Madrid,
naranjas del mediterráneo vuelan a supermercados de Inglaterra.
Papaya y mango de Brasil se sirven en una mesa en Amberes
pipas tostadas de Katmandú se hornean en cruasanes de París.
Y también las flores y los peces viajan por el cielo:
rosas de Colombia decoran hoteles en Bangalore
merluza de Canadá se sirve en un restaurante de Toulouse
almejas de Japón abren el aperitivo en Sevilla.
Las fresas de Aranjuez no nacen en ese huerto coqueto
por fortuna han venido de Huelva, de Egipto o de Florida.
Tulipanes blancos con rictus militar duermen su sueño silvestre
en un congelador se les aspira el último hilo de perfume.
El trébol que pisas en Dublín no es tuyo, es de un indio Sij
que decora su ensalada con ciruelas pasas de Marruecos.
Las uvas de California, a diez mil kilómetros de su raíz original,
producen un vino que aspira a ser mediterráneo, sin tocar ese mar.
Los salmones son noruegos, en apariencia, pero de padres canadienses.
Las esencias de la tierra ya no nos pertenecen. No tenemos
derechos sobre el goce de lo que crece ante nuestros ojos
no nos llevamos a la boca lo que con tanto esfuerzo sembramos.
El pan que comemos no llevará la señal de la cruz de nuestro trigo.
Otros serán los hijos del placer, otras estirpes más hambrientas
heredarán el guisante de la tierra envuelto en film de celofán.
Las frutas, las flores y los peces viajan más allá de su símbolo
jamás soñaron con alcanzar un plato así, de porcelana fina
en el doblez oculto del mundo al que llegaron vía express.
En el revés del sol, dudando entre el aquí y entre el ahora,
una mandarina perdió su vestido saltando la línea del ecuador
un clavel persa expiró sobre la almohada más mullida de Johannesburgo
y una sardina se abrió en dos en mitad del desierto.
Susana Barragués Sainz de Poemas para mi hermano Álvaro (Ediciones El que no duerme, 2018).