Hemos asistido en estos días a la muerte de un mito, de un motivo para algunos, de una razón para otros. Porque la necesidad de mirar hacia arriba, de buscar dirección y sentido, según Salomón en el Eclesiastés, Dios la puso en el corazón de los seres humanos. A esa búsqueda necesitada, del tamaño de Dios, es a lo que algunos llaman religión.
Un tal Maradona, una tarde de julio del año 86, se alzó al cielo de México para alcanzar la divina venganza sobre el enemigo público número uno en ese momento para los argentinos. Aquel gol, que todos vimos claramente mano, subió al marcador. Y se encarnó entre nosotros “dios”, y a dios le perdonamos todo, y todos en América quisimos ser argentinos, porque aquel milagro de ganar al grande, todos lo anhelábamos de alguna forma.
Un tal Diego, un tipo común fuera de la cancha, era el revés de dios. Maltratador, mujeriego, adicto, amigo de dictadores y mafiosos para unos, hipócrita para otros, era la carne sobre la que la divinidad cósmica había posado su mano caprichosa para convertirlo en quien todo mundo quería ser en algún momento: rico, famoso, genial en el terreno de juego, querido, aceptado, deseado, envidiado: Diego como un espejo, como referente a su pesar.
La mano se la perdonamos a dios, pero no la humanidad al tipo corriente. Unos lloran al mito, otros juzgan al hombre; unos han perdido su razón y otros no se explican cómo un sólo ser humano pudo aglutinar tantas filias en un tiempo tan breve. Los odiadores son tantos como los fieles seguidores del dios muerto en estos días, al que piensan perdonarle todo.
En México, Maradona se hizo dios, y en Argentina enterraron a Diego. En aquel 86, ni las repeticiones pudieron rectificar la divina mano: hacía falta para un país aquella victoria. El VAR, nos dejará ver repetida la vida del hombre para despreciar, o imitar, con conocimiento de causa.
Artículo publicado en el diario La Prensa, 1 de diciembre de 2020.