Durante el confinamiento al que nos vimos sometidos en la primavera de 2020 poco a poco fui conociendo las piezas que componen este libro, conforme su mismo autor las iba haciendo públicas a un ritmo diario. Acompañaban a esas sucesivas estampas, y a blancos y negros, fotografías de jaulas de pájaro, persianas entreabiertas o echadas, mallas y redes, tuberías y alambradas, celosías oscuras, enrejados de metal. Formas de ver, desde el interior, las vicisitudes de un aviario.
En el mío propio, y en alguno de esos días en que Gsús Bonilla hubo de darnos a conocer otra de esas estampas, debí de leer aquel pasaje de Pandemia en el que el filósofo Slavoj Žižek rescataba para nosotros la siguiente intuición de Catherine Malabou: "Una epojé, una suspensión, un paréntesis en la sociabilidad, es a veces el único acceso a la alteridad, una manera de sentirse cerca de toda la gente aislada de la Tierra. Por esta razón intento ser lo más solitaria posible en esta soledad".
A modo de trozos en fardos, dispuestos a acabar disolviéndose en la memoria, este es un libro de excusas no tanto porque haya algo que excusar de ese tiempo, sino porque la suspensión de aquella primavera supuso para mucha gente una ocasión inevitable, a modo de excusa, para poner a prueba su individualidad, lo que colectivamente somos y hasta el mundo mismo que, en nuestra desquiciada normalidad, habíamos levantado: una ocasión para hacer “fuego con el lápiz” en estampas acumuladas para un tiempo de desgracia.
No creo que esté de más recordar aquí que, en la significación judeocristiana del número 40, la “cuarentena” remitía también a lo que para muchas personas supuso aquella temporada de encierros: un tiempo de prueba, de tentación y deserción, de depuración de escorias e inercias inútiles, de reencuentros definitivos, ...y de final decisión de libertad (o eso espero). Era la celebración, tan presente entre las páginas de este nuevo libro de Gsús, de que ese monumento humilde a la realidad también lo habitaron los nunca aplaudidos, los que igualmente merecían haber sido señalados por palabras vivas, pronunciadas en voz alta o desde la misma insurrecta canción con que siempre se han hablado coníferas, orugas, aves y chopos.
En fin: sobre un fondo de víctimas, desplazados, enfermos y muertos, nuestras “sociedades de rendimiento” (uso aquí un utilísimo concepto que Byung-Chul Han ya había inaugurado en La sociedad del cansancio) habían experimentado una repentina suspensión, una epojé, un encierro que en las estampas de este libro se hizo sensible a los tanatorios, a las sirenas de ambulancia y a los bancos de alimentos; un encierro también capaz de clamar, justamente indignado, contra el nuevo fascismo, contra el plato servido a los acaudalados y contra los hijos monocromos de la crueldad.
Da que pensar que, frente a ellos y su victoria continua, Gsús Bonilla oponga en Aviario los rosales originales que se abren en mayo y la atención que congregamos en las lógicas del cuidado.
Esa apuesta que Gsús califica de común, generosa y espléndida.
Enrique Falcón (Valencia), mediados de junio de 2020