La sangre de la aurora, de Claudia Salazar Jiménez

 

 

Hoy no me llamaron para que Romero me haga sus preguntas. Acostada en mi cama, miro el techo de esta celda y recuerdo cuando recién me casé. Mi esposo. Luna de miel y él entrando en mí. Así como entraba en mí, lo vi todo. Escenario completo. Ahí vendrían los hijos. Casa. Cocina. Trabajar también, pero sumarle todo lo otro. Me mueve. Se mueve en mí y empuja dentro pañales, platos, cocina, vestido, maquillaje, por los siglos de los siglos y por siempre jamás. Todo dentro. Se me venía encima como un huayco. Escena perfectamente montada, preparada para mí desde que nací. Un camino sin ninguna salida, lo mismo que les toca a casi todas por haber nacido así. Mi tiempo exprimido, arena gastada del reloj, un caballo con los ojos cubiertos. Seguir de frente y no hacer preguntas. Único camino que te dan. Lo vi todo. Sofocada. Me acomodo mejor, sobre él. Lo cabalgaba pero no había riendas. El campo se extiende, podría extenderse más. Pero seguía dentro y empujaba. Yo no tenía las riendas. Algo tenía que hacer.

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Aquí donde has nacido, la tierra es dura. Intuyes que la vida detrás de los cerros es diferente. ¿Cómo será pues por allá? La curiosidad todavía no ha anidado para hacer alas en ti. Ya vendrá su tiempo. Recoges el agua y vuelves a tu casa, a tu familia, a tus animalitos, a tu chacra. A todos los que te reclaman. Esta es la tierra que conoces y te da seguridad, estás enraizada, amarrada a ella aunque te cueste mucho hacerla producir. Pachamama es generosa cuando la tratas bien.

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Llevas a Enriquito en los brazos cuando los terrucos entran al salón comunal a la fuerza. Dos de tus paisanas son lanzadas contra la pared y golpeadas a culatazos. Justina Quispe no se amilana.
¡Perros maricones aprovechados! Mejor se hubiera quedado callada. Calladita como tú, Modesta. Abusivos son nomás porque tienen fusil. Entre dos hombres la agarran y se la llevan afuera del salón. La desnudan y la cuelgan de las trenzas en el asta de la bandera, como antes habían dejado cinco perros degollados colgando de las patas delanteras. Justina grita inconteniblemente, puteándolos y maldiciéndolos. Uno de los subversivos, Felipe escuchas que lo llaman, con la cara tiesa sin ningún gesto, empuja la hoja de su puñal contra la garganta de tu comadre Justina. Pachamama se fertiliza con su sangre. Así se mueren las que no respetan la revolución. Y enfunda el puñal en su bota guardan ahí un grito reprimido de todos.

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Casi no siento el cuerpo. Oigo voces pero no puedo verlos muy bien. Es de noche, o quizá este lugar no tiene ventanas. Una danza macabra se eleva entre el concierto de voces agrestes. Cientos de cuchillos afilados sobre trozos de carne gelatinosa. Los trozos de carne habían pasado por días de putrefacción, apestaban horrendamente, y sus verdosos bordes mostraban ya las marcas del nacimiento de pequeños gusanos devoradores. No puedo recordar ya cuántos días estoy aquí. ¿Fue ayer o ha pasado una semana? Al fondo hablan.

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Convertido en un campo de batalla, tu cuerpo ha quedado absolutamente vulnerable. Todavía eres tú. Tus uñas, tu pelo, tus dientes chocan. Tus piernas tiemblan, quieres correr pero no puedes salir. La comida. Rápido, la comida, te dicen. Meterte a esa olla y desaparecer. Sancocharte con los pollos. Que tu carne se ponga blanca blanca blanca. Ya está blanca. Blanca de muerte. Tu mano tiembla. Tus brazos tiemblan. La olla tiembla. El miedo. El piso tiembla. ¿Cuántas veces más? ¿Cuántos días más? ¿Qué te va a salir de adentro? Que alguien te agarre, que alguien te abrace, que alguien te cuide. Aprietas la boca pero tus dientes no paran. No paran no paran no paran. Vas a morirte. No quieres morirte. Vas a morir. Mejor morirse. Respirar. Vivir. Respirar. Temblar. Vivir.


[Malas Tierras] 

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