LAS HÉLICES DEL ÁNGEL
Manuel J. Ruiz Torres
Dos imágenes poderosas sitúan las coordenadas de este exigente libro de Ramón Guerrero. La primera, marca el espacio donde todo sucede y está en el propio título, Vega. Ese terreno llano, bajo y húmedo que evoca fertilidad. No tendrá una ubicación geográfica exacta porque ese espacio, donde recuerdos, vida e incertidumbres se irán entrecruzando permanentemente, es descrito mejor como un estado de ánimo. De hecho, el libro recorre ubicaciones -o conmociones- distintas para mostrarse resultado de todas ellas. Esta vega emocional es llana en su naturalidad, baja en la escogida ubicación de su enfoque y tan húmeda como resbaladiza. La fertilidad, como sentimiento mucho más hermoso que la utilidad, irá desgranándose como declaración de intenciones.
La otra imagen rotunda nos señala quién protagoniza esa vega anímica. Quiénes, mejor. Está en el poema Fallen, que alude al ángel caído de Azazel, condenado a un vagar impreciso por la Tierra, tomando cada vez el cuerpo de otras personas. En cada existencia nueva debe vivir con intensidad esas vidas que ocupa, ser alguien distinto. Guerrero consigue, sin abandonar el yo singular desde el que escribe, hacerse plural. Explica ese sentimiento inquietante de reconocernos, muchas veces, tan distintos a quienes fuimos, tan contradictorios, tan vulnerables. Pero consigue, además, una empatía extrema con quienes nos rodean, en una poesía social que nunca le escatima la condición de persona única, irremplazable, a quienes forma, con nosotros, eso que, con vagancia o vaguedad, llamamos pueblo o gente. En ese salto de un alma a otra, el libro pasa de hablar de uno mismo a hacerlo de los demás, en defensa propia, tan iguales como para cobijarnos. Y, en otro salto, con nuevos reconocimientos, nuevas abducciones, volver a hablar de lo que se es ahora.
Vega no describe una trayectoria lineal, de hechos y consecuencias, porque no es así de fácil lo que aprendemos de la exposición a las emociones.
Como en espirales, sigue curvas que se van alejando progresivamente del centro, que es la infancia olvidada a la que enseguida da una nueva oportunidad de reconstrucción, la infancia de su hija. Y como en las espirales de caracol, a la vez que se aleja del centro, gira alrededor de él. Pero si los poemas pueden seguirse con esta representación en un plano, el libro tiene otra dimensión espacial, las músicas sugeridas (Springsteen, las cuerdas de un desierto “como un gas que ladra”, los cantos de meditación). El libro va generando un helicoide como la concha de un caracol, una de las mandalas que representan simbólicamente el cosmos. Mandalas que, para Jung, eran expresiones del inconsciente colectivo. De nuevo lo común, lo que nos hace delicadamente iguales.
Vega se hace transitable antes de llegar a ser fértil. No es camino recto, ya se ha dicho, como tampoco fácil. La ronda de presos debe volver muchas veces sobre sus pasos mientras sueña, o planea la fuga. Mientras aprende a fagocitar los sentimientos invasores, la ceguera, las renuncias o el cansancio. “El lamento es un delito”, encontraremos escrito en un lugar que ya señala la salida. Aún habrá que seguir un buen trecho por ese laberinto de sordera, de cerrados reinos de barro, de rejas adquiridas, muchas veces con beneplácito. La pelea no es limpia: hay sangre, hay puñetazos, hay bostezos. Pero avanza en círculos cada vez más abiertos, cada paso más cerca del rescate. Una puerta roja abre el recuerdo al hermano, otro rastro de la infancia. En muchas culturas las puertas rojas son llamadas a la protección, alientan la buena suerte. En China invitan a entrar, en Escocia anuncian que ya pagamos nuestras deudas.
Suelen ser las más rigurosas las que contraemos con nuestras propias expectativas. Pero también se saldan. “Solo el mal viajero regresa sobre sus pasos”, dirá con preocupación. Y, a partir de ahí, Ramón Guerrero acaba las espirales y traza una senda directa, limpia y, al final, luminosa. En Vega ya florida, el mundo no es más sencillo que antes, ni menos minucioso, pero Ramón encontró perspicacia suficiente como para atreverse a contar hasta veinte motivos para ser feliz. O hacer una lista, incompleta como sabe, pero valiente, de lo que le gusta y lo que no le gusta. Se trata de poder regresar a casa contento con uno mismo, honesto en ese itinerario. Contarlo con detalle, porque ni la vida la quiere privada, convencido de que muchos albergamos dentro el mismo ángel.
Que eligió caer en la tentación.