Raúl Herrero
(España, Aragón, 1973)
O rfeo
(Poema narrativo claustrofóbico)
El día en que cumplí medio siglo me uní a la muchedumbre que apedreaba al poeta en el portal de su domicilio. Aún no me había desprendido de un par de cantos rodados, incluidos en mi abundante caudal ofensivo, cuando presentí una manifestación «mujerilmente» sobrehumana. Aporté a mi cuello imprudente giro, no sin antes desasirme del material arrojadizo (antojadizo), y descubrí aquella divina criatura, por supuesto femenina, que contaba en su haber exactamente con treinta y cuatro años recién cumplidos. Paralizado la contemplé perdiéndose en el infinito callejero, sucio, cuneiforme; en este punto de la narración introduciría su descripción, sin embargo, su naturaleza inefable me lo impide, a pesar de lo cual me aventuraré a intentarlo pidiendo humildemente disculpas de antemano.
¡En sus senos lucía dos yemas de huevo con sabor amarillo in crescendo! Su busto torneaba la perfecta vasija del artesano mortalmente excitado por herida de pólvora. Las mamas discurrían por su cuerpo como dos esfinges erigidas en el norte del mundo. Su formada concavidad increpaba a lagos entre maleza canadiense. ¡En su matriz atesoraba la total bibliografía existente sobre el arte amatorio! Aquel útero caía sobre sus hombros de forma descabellada, enajenada, encomiástica y desprevenida.
Me disponía a seguirla, a perseguirla, cuando tropecé torpemente con ese completo desconocido. Hola, buenas. Hola, hola. ¿Cómo va eso? Bien, bien, «eso» marcha bien. Me alegro por ti, hombre. Ya, ya. Claro, claro. Ding, dong. ¡Vaya, vaya! Mira, mira. Guau, guau. Bueno, bueno. Miau, miau. Ja, ja. Je, je. Ji, ji. Jo, jo. Ju, ju. Oui, oui. Yes, yes. Oh, mais oui. Comment ça va? Trés bien. Quelle heure est-il? Un, deux, trois, quatre. Gracie tante! Vielen dank. Thanks you. Adiós, me alegro mucho de verte. Adiós. Hasta pronto. Adiós. Goodbye. Hideputa. Merde! Merde! Adiós, rogando y con el mazo dando.
Si pretendía darle alcance debía apresurarme. Mandé a mi cerebro una orden que permitiese a las piernas iniciar el trabajo necesario para descubrir a mi ignota, deseada, dama de treinta y cuatro años recién cumplidos. Tras las misivas eléctricas inicié mi labor expiatoria, empequeñeciéndome para la muchedumbre que, tras propinarle los primeros golpes, mantenía al poeta atrapado entre cuatro paquidermos mientras un rinoceronte le soplaba en la faz sangrante.
Carteles luminosos, papeles, bicicletas insinuantes bajo orgullosos dueños, horribles zapatillas deportivas pisoteando el asfalto a mala leche, carniceros aprendiendo la tabla del cuatro, hermosos monstruos sazonados con iconos bizantinos... ¡Capriccio straordinario!
Frente a mi inhábil persona relucía camino ejemplar. Tras de mí se contoneaba la perseguida. Busqué una excusa para aguardar a que me adelantara. Vergonzosamente concentrado desvestía con la mirada el escaparate dedicado a enseres de ludopatía infantil. Ella se deslizó por mi espalda dejando entre los huecos del aire el revolotear blanquísimo de su falda. En tanto la peregrina se introducía en la juguetería, se materializó un perro que lamía los dedos de mi mano derecha. Adopté una postura cómoda apoyado en la vitrina, me limpié en el pantalón aquellas babas excelentes del animal que se evaporaba por arrabales de urbe umbría. Bajé la vista para reflejarme en los espejos de mi calzado. Aullidos automovilísticos. Triciclos cargados con colosales pedruscos. Cabezas entre vallas arrancadas. Moluscos boreales entablillados con maleta de negociante. Cocodrilo de tez afeitada. Cabellos de limpiabotas. Ojos incrustados en edificios con más de mil plantas. El sopor del aburrimiento incidió en su mordedura... (puntos suspensivos)
Extraña costumbre la de apedrear poetas en el centro de las ciudades. ¿Qué pensaría de ello mi hermano? Él, durante su infancia, componía versos decadentes. Decadentismo: doctrina espiritual que promulga la «otoñización» del ser bañado en hojas mustias. Desgraciado hermano. Mi padre no era tan contemplativo. Le bastaba con robarnos la comida y escribir en las palmas de las manos de mi madre una novela que jamás concluyó. Planeé asesinarlo de diversos modos, maneras y estilos. Recuerdo cómo disfrutaba extraviando chisteras al sombrerero del barrio. Su costumbre de engullir bufandas en pleno invierno nos arruinaba cada solsticio. Siempre caminaba con los mismos pies, con los mismos pasos: uno delante, otro detrás, uno delante, otro detrás, otro detrás, otro detrás. Al convertirse en río perdió sus defectos, aunque, por el mismo motivo, sucumbieron sus escasas virtudes. Su entrecejo conversaba con idéntica declamación que mi profesor miriápodo.
De la época de mi deformación educativa siempre rememoro con nostalgia cómo observaba al carcelero. Él mantenía conversaciones peripatéticas con las paredes de aquel antro al que denominaba clase o algo similar. En mi memoria quedó impresa la épica musculatura de aquel asno de barraca que era mi amaestrador. ¡Con cuánta gallardía forzaba a las niñas insondables! Elevaba hasta el infinito su mano descomunal para rasgar acobardada mejilla, de la que fluía heroico baño de sangre. Tras la proeza, la víctima, deshonrada, regresaba a su pétrea silla, mientras el invicto se dirigía glorioso al esponjoso sillón; después extendía sobre la mesa la exhumada armadura del aplastado, como muestra del botín obtenido. Luego ocupaba con sus carcajadas triunfales, rigurosamente, el 75 % de la capacidad sonora de la estancia.
Las piernas de la mujer, con treinta y cuatro años exactos, traspasaron el zaguán del local y acariciaron mis sentidos con su falda marfileñamente blanca. Mis pasos proseguían con el ritual de redibujar sus pies. Aquella aparición se transmutó, según mis pupilas, en walkyria metalizada que exhibía indecorosamente uno de sus pechos, similar, por cierto, a cumbre de fuego nevada. Al mismo tiempo la mujer adoptaba un aspecto cándido, en tanto portaba innumerables virtudes envueltas en sus nutritivos muslos de paloma. Desde mi imprudente cercanía aspiraba las fragancias recogidas en sus uñas. Tras otorgar a su cuerpo la condición de estandarte, recorrí cuatro calles, una avenida, cinco esquinas...
Como feroz vertedero se erguía la fortificación donde ella se adentró atravesando foso regado con azufre. Se adivinaba, rompiendo la monotonía de roca negra, la existencia de insignificantes ventanillos desde los que ventaneaban inapreciables rasgos jóvenes y tímidos. En aquel momento, milagrosamente, apareció el mismo can de unos minutos antes con porte decidido y señorial. Cesó su marcha ante mí, barrió mi mano derecha con la lengua y prosiguió con su pausada caminata. Presentí un disparo en las sienes y me entregué a una nueva espera salpicada con introspecciones.
Términos opuestos: la desconocida y mi difunta esposa. La felicidad de la segunda recaía sobre mis omóplatos mientras se vaciaba la materia a expensas del destino. Sus últimas palabras se las llevó el motor de aquel endemoniado armatoste. Acosé su diluirse en campo eterno, donde el ojo humano pierde la capacidad de percepción. Ni siquiera llovió en aquel momento, la luz inmortal contenida en el reflejo del sol perfilaba nuestras purgativas estructuras orgánicas. Todo mi yo se convirtió en vapor, dejando solamente un zapato junto a extraviada pluma apoyada como el acorde fijo prolongado durante ciento treinta y seis compases en el preludio de la ópera de Richard Wagner El oro del Rhin. ¡Aaaaaaaaaaah!
La tensión generada a partir de aquellos pensamientos se suprimió con un amistoso abofetear a cargo del compañero Papageno, pajarero personal de quien compartió mi vida durante veinte años. ¡Cuántos golpes de una saeta han transcurrido! ¿Cómo marcha el tiempo? A base de pienso tostado. Recapacito mucho sobre aquellos segundos dichosos. Blandos como el queso. ¿Recuerdas cuando entregué una prolongación del asesino de Rilke a la que me abandonó? Atribuiste tu encantamiento al tentador de Fausto. Canela en rama. Caña de azúcar. Perturbado mental amasando pan con el aerolito torpe del mazapán. En esta casa se pasa uno la tarde lavando y planchando. Jamás coincidimos en las mismas coordenadas físicas. Será porque pierde su presente vida en los trenes, —y mi familia marcha sin ningún problema—. Ya olvidaba preguntarte por ellos. No importa. ¿Y la familia? Comportándose correctamente. ¿Y la señora? Manteniendo una serenidad intachable. ¿Y la bula Papal?
Al fin ella brotaba, desalojando funesto edificio, acompañada por la que sin duda se había gestado en tan dulces entrañas hacía, concretamente, quince volátiles años; así que, teniendo en consideración las treinta y cuatro estaciones recogidas en la madre, la parturienta contaba con diecinueve años cuando le nació aquella «cisneada» muchacha. Esta, a su vez, me poseía, angosto en poderoso trance, mientras reincidía en las huellas de sus pisadas. El parecido excesivo dividía en dos puntos el recorrido impuesto por mi vista, creando a mi alrededor esferas rellenas con colores violentos: alucinación tetradimensional. Las caderas se metamorfoseaban en un solo cuerpo que extendía su dominio hasta los más imperfectos recodos del universo: parte más distanciada y borrosa de la calzada. En aquel momento un piano cayó desde una terraza a reventar entre ellas y yo, viniendo expresamente desde el otro mundo un gato pardo de ojos azules para bailar sobre titilantes teclas descorchadas. Aprovechando el brote de humo amordacé una muñeca de la mujer con treinta y cuatro años exactos, y así, a fuerza de viento, obligarla a beber arena hasta transfigurar sus dientes en ganchillo. En un punto del horizonte peleaban entre sí hombres provistos de templados puños, ostentando, ante fatídico mundo, el Grial santísimo de sus músculos inservibles. Mientras ellos vitoreaban su conversión en primates, intuí que sobre el regazo de la mujer con treinta y cuatro años duerme Marte, el de pesadas espaldas. Armonía.
De Bolol (y ningún otro poema), 1994. 2ª edic.,
1998. El último Parnaso: Zaragoza.
Grandes Obras de
El Toro de Barro
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Clara Janés, "Huellas sobre una corteza". Col «Cuadernos del Mediterráneo», Carlos Morales Ed., Ed. El Toro de Barro, Tarancón de Cuenca 2004. |
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