Mirar el fuego a través de los cerrojos fue mi lección,
quedarme al otro lado de la puerta
para no arder con las vacas, los conejos y las tejas.
Al otro lado de la puerta se quedaron también las cascadas,
los diminutos ratones, los sacos de patatas y las latas de azúcar.
Los azules cánticos mientras se iba el verano.
El géiser del pilón y las sentencias de embargo.
Desde entonces duermo sobre un saco de ceniza
en el que queda mi rostro marcado de perfil.
La almohada es de ceniza,
las sábanas son de ceniza, el colchón es ceniza.
Dentro de mis sueños soy valiente
y camino por la casa en llamas, bajo las vigas viejas
junto a aquellas chimeneas que siempre ventilaron mal.
Y no ardo, y no me quemo, y no desaparece mi memoria
tras los cerrojos tiznados de negro.