Una biblioteca con todos los poemas atrapados para siempre en la memoria de los ordenadores perdidos. Los ordenadores que se hunden con un ferry en el pacífico o en el índico, despacio, despacio y como si fuera inevitable, frente a las costas de Filipinas o Sri Lanka, por la noche. Los ordenadores que quedan sepultados entre el cemento y los hierros y alguna que otra extremidad y cuberterías de plata y tazas de váter y canarios y plantas naturales y artificiales cuando se viene abajo por sorpresa el World Trade Center o un edificio de cuatro alturas en el casco antiguo de Bermeo. Los ordenadores que arden fuerte, larga y cinematográficamente en los casoplones arrasados por los incendios californianos o los que se iluminan efímeros con el gas azul inflamado de la bombona de butano de un piso del distrito de Bellevue, Marsella. Los ordenadores que se hacen pedazos sobre el asfalto de la avenida tras atravesar el parabrisas del monovolumen un domingo de camino a comprar dos mcmenús o un par de pollos asados, los que después de dar cinco vueltas de campana en el maletero de un Ford Focus quedan abiertos de par en par más allá de la cuneta, como espejos rotos del cielo, en un trigal de Burgos o en un cebadal rumano. Los ordenadores que en un ataque de locura por ira o frustración o aburrimiento o porque sí son arrojados por la ventana a la calle 45 o al negrísimo patio de luces de un bloque de Fez. Los ordenadores que se mueren poco a poco de inanición en la mesa camilla de miles de pisos a lo largo y ancho del mundo, solos, rematadamente solos, junto al cuerpo tieso del que fuera su dueño. Todos esos ordenadores. Todos los poemas almacenados en esos ordenadores en archivos titulados Mis poemas. Todos esos poemas que ya nadie leerá, todos esos poemas que nadie habría leído aunque siguieran vivos. Todos esos poemas escritos por azafatas de congresos, entrenadores de fútbol sala, pensionistas, pescaderos, psiquiatras, peluqueros, agentes de bolsa, ganaderos, feriantes, poetas que jamás pensaron ser poetas, que simplemente escribieron unas cuantas palabras en el resplandor de la pantalla de su ordenador movidos por un impulso inexplicable. Todos esos poemas, solo para mis ojos.
Iván Rojo