Volver a la laxitud. A la caída de la piel y de la hoja. Sobre blanco. El reclamo de la transparencia. La abstracción. El exilio en el texto a doble espacio. Un Yo en una dimensión axiomática e irreparable. Digna de daño. Y es que cualquier forma de pensarme dentro de otro cuerpo más que un acto impúdico es una hazaña de riesgo. La usurpación en uno mismo. Como en aquella metamorfosis. Cuando antes de estar dentro del hombre mis gemidos ya no eran míos. La noche me guía, loba mutada, hacia su plenilunio.
Me daría toda si yo me perteneciera.
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La poesía no me ha llevado a ninguna parte, salvo a los precipicios, a los nudos de la vida donde no quiero estar. Cada embrión de agua que parte de la garganta, se añade a mis extremidades. Eres raíz donde no sabes saltar, donde no sabes inculcarte el vuelo. Donde, por alguna parte de ti, no cesas de llorar.
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Sobre el lirismo de las palabras, todas son dignas de ser poéticas. Solo hay que acariciarlas, levantarles la piel hasta donde más les duela. La pérdida, paulatina y mutua, del significado.
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A ningún hombre le he prohibido las palabras, salvo a mi padre cuando me recalca su cansancio, su ya supuesta cumplida función en la vida. Porque pienso que me va a abandonar por una musa más sombría y opaca que yo; la más seductora, la más elegante. La he visto varias veces ronroneando por su cuello, echando perfume por su habla. Y esa brillantez, cada vez mayor, en las vigas de mi patio.
Celeste Pérez Fernández