Anoche, antes de que la irreverente canícula cercenase cualquier posibilidad de descanso, volví a ver Cinema paradiso. La obra de Tornatore, y del recientemente desaparecido Ennio Morricone, es mucho más grande, profusa y significativa que este bocado icónico y bello de recalcitrante y encantadora pasión por el cine. Pero hoy no quiero hablar de eso, si no de esos nódulos de emotividad que nos otorgan la condición de humanos.
Creo, si no me equivoco, que es la cuarta vez que visito las peripecias de Totó y Alfredo. En esta ocasión, lo he hecho con un torrente de emoción cálida, pero no desmedida; contundente, pero no desgarradora. Es algo así como descubrir que las películas no cambian, que los que se curvan, pliegan o extienden como organismos vivos que sienten son nuestros mimbres. Recuerdo bien la primera vez que la vi. Fue en la mocedad de los domingos por la tarde con mi padre, cuando un par de pelis y una charla equivalían, suave, con el tacto necesario para convertir un interés sincero en pasión, a un par de cursos de máster cinematográfico. Guante de terciopelo lo llamaría Bismarck, si lo hubiera conocido. Las otras dos se me pierden en la bruma del devenir, pero sí sé que el pellizco en las tripas al ver el montaje de los hurtados besos postreros abrió las compuertas del llanto de par en par. Hoy, lo confieso, también me he emocionado. Mucho. Sin embargo, ha sido una experiencia más serena y no por ello menos intensa.
En mi útlima novela Y entonces volaron me desnudo y vuelo. Me someto a la memoria y al juicio severo de la vida, sin sentencias, sin certezas, más allá de haber vivido, escrito y amado. Y, en definitiva, viajo al imposible del recuerdo falsario, cierto o reconstruido, con la literatura, el cine, y el anhelo de narrar como hilos conductores. Y, ahora, por primera vez, me doy cuenta de que más allá del fuego en la cabina, del niño que quiere ser proyeccionista y del joven que se enamora una sola vez y para siempre de una ensoñación no está únicamente la nostalgia. Cinema Paradiso es, en realidad, volver al recuerdo congelado de Giancaldo, un pueblo imaginado de la Italia profunda, es perseguir los sueños desde la memoria y, como no, viajar al pasado que nos alimenta y construye. Tornatore, por decirlo con Tolstói, pinta una aldea, pero su mirada es universal. Sin quererlo, cuando fui escribiendo estos recuerdos que valen una vida, he novelado mi propio Cinema paradiso. Cada uno tenemos el nuestro, pero es ciertamente universal el espíritu que lo soporta. Por ello, hoy la emoción me ha asaltado cuando el viejo Alfredo, ciego pero no vencido, le dice a un Totó a punto de partir hacia la gran ciudad que es, en definitiva, un futuro prometedor y lleno de ilusión, que no vuelva, que no le engañe la nostalgia, pues tal y como digo en mis vuelos no todo tiempo pasado fue mejor, ni mucho menos. Será el indeleble sello de la memoria el que lo embellezca. Sin ilusión, la melancolía es una rémora.
A parte de afinidades íntimas varias, he visto refrencias al funeral inicial de Milagro en Milán, guiños al propio cine de Tornatore y mucha capacidad de adelantarse a su tiempo. Convertir el 'Nuevo Cinema Paradiso' en un local arruinado, es puro "urbex" melancólico, si se me permite la chanza. No hay otro exilio que el pasado y por eso el cine debía ser una ruina cuando Totó vuelve a su ciudad natal.
Tras reencontrarse en una moderna sala de proyección con el regalo descomunal de Alfredo, cuando la melodía asciende y los besos prohibidos se sincopan, una amalgama multicolor de sentimientos toman la pleura, en la fortaleza misma de nuestro pecho. Y mientras un Totó adulto derrama unas lágrimas llenas de nostalgia y vida, yo solo puedo pensar en el paso siguiente. Tras llegar al abismo, rozar la locura y el dolor sólo queda volar.
Y entonces volaron.