El hombre se encuentra sentado frente al abismo
y escribe en su cuaderno palabras de deslealtad,
palabras que le confesarán la vida.
Tose cada poco y de su mano, temblorosa
y una noche lasciva, nacen gestos
vejatorios y frases encantadas, quejas del pasado
vendidas a un postor hermoso, líneas que congregan
almizcle y rosales, el amor y las cinturas
de mujeres irremisiblemente extraviadas.
El hombre establece que el poema es su reflejo
más fiel, el laberinto que ha de transitar
de puntillas, a solas con la efigie que confunde.
Pero no es verdad, un poema es lo desarropado
del que sueña con celebrar el día de su muerte
sin vestirla y se abraza al caos de la noche
y ama desde entonces a su antojo
la posibilidad, la necedad, el bruto y triste signo
de su escritura que es tormento porque sí.
Hay un hombre también que calcina sus manos
en el mismo poema que duplica de aquel otro.
Es tarde y se cierra el cuaderno que no sirve
sino para alumbrar radicalmente las huellas
que huyen, los ojos agrandados y tenues,
el deseo iracundo de los hijos o la ternura
casual que dictan sus palabras.
El poema, no se sabe por quién, comienza
a ser escrito: no volver jamás, no tener
que recordarlo en mi corazón
que es un demente.
Luis Miguel Rabanl, de Que llueva siempre (Huerga & Fierro editores, 2020).