Funan, de Denis Do. El infierno en la memoria

Entre 1975 y 1979 Camboya vivió uno de los episodios más sangrientos y crueles del siglo XX. En poco más de cuatro años, el régimen comunista de los Jemeres Rojos asesinó en torno a dos millones de personas, casi un cuarto de la población camboyana. Bajo el gobierno totalitario de Pol Pot, se llevó a cabo una política de exterminio sistemático que afectó en gran medida a los intelectuales, universitarios, trabajadores cualificados, políticos y funcionarios de la Kampuchea democrática. Grandes sectores de la población de la nueva República Popular de Camboya, sobre todo de su capital Phnom Penh y de las grandes ciudades, fueron obligadas a desplazarse al campo dentro de un plan de restitución de una economía agraria que perseguía basado en modelos arcaicos de desarrollo tradicional. Miles de camboyanos murieron de hambre en un régimen de semiesclavitud en los campo de concentración agraria que se crearon para tal efecto. Muchos otros miles fueron torturados y asesinados en un proceso paranoico de delaciones e acusaciones aleatorias de traición al movimiento. Los padres fueron separados de los hijos y se inició un proceso de adoctrinamiento y deshumanización que acabó transformando a muchos niños y adolescentes en torturadores y asesinos al servicio del régimen. La película documental S-21: La máquina de matar de los jemeres rojos (2003), del camboyano Rithy Panh, es un viaje espeluznante al interior de las mentes manipuladas de algunos de aquellos niños torturadores.
En diciembre de 1978 el ejército de Vietnam entró en Camboya como respuesta a los frecuentes ataques e incursiones que estos habían sufrido a manos del ejército jemer. En los 17 días que duró la guerra, Vietnam desmanteló el gobierno de los Jemeres Rojos y obligó a sus principales cabecillas a pasar a la clandestinidad. Las crónicas de aquella invasión describen el horror de las tropas vietnamitas ante las atrocidades perpetradas por el régimen del terror de Pol Pot y la degradación de una población al borde del colapso.
Funan (2018), la película de animación del director francés de origen camboyano Denis Do, sitúa su acción en ese mismo contexto fratricida que acabamos de resumir. El título remite al antiguo reino que se desarrolló en el sur de la Península de Indochina entre el siglo I y el siglo VI d.C. El eco distorsionado de aquel esplendor imperial de Funan resuena en la iluminación genocida de la expansión jemer.
En su apartado gráfico, Funan nos recuerda a Persépolis, sobre todo por lo que respecta al diseño de personajes y a su sobrio realismo, ligeramente caricaturesco. Ambos relatos tienen bastantes puntos en común. Como Persépolis, la película de Denis Do también tiene una fuerte base autobiográfica. El director construye su historia a partir de los recuerdos personales que le transmitió su madre, testigo directo y superviviente de la dictadura jemer. Como sucede en el relato de Satrapi, en Funan asistimos también al nacimiento del terror desde su germen. Observamos la eclosión del huevo de la serpiente y los efectos de su veneno sobre una población que, impotente, intenta sobrevivir a la tragedia desencadenada. Esa transición rápida entre el bienestar de una normalidad aparente y el infierno desatado en apenas un instante es una de las razones de que Persépolis y Funan den tanto miedo. El silencio de la tragedia latente. 
A lo largo de la película seguimos los pasos de una de las familias que vivieron el desarraigo forzado y el exilio desde la ciudad a los campos de concentración agraria. El niño Chou lleva una vida feliz y ordinaria junto a su familia, cuando la radio anuncia la noticia: el ejército revolucionario de Kampuchea ha tomado la capital Phnom Penh. Es el 17 de abril de 1975. El principio de una epopeya sangrienta. Como sucede en la película, los padres de Denis Do también extraviaron a uno de sus hijos (el hermano del director) en el tránsito de deportación forzosa a los campos de trabajo. Ese hecho puntual es el primer escalón en el descenso al infierno rojo de Chou y su familia.
El tono de la película evolucionará a partir de la transición que se establece entre la mirada inicial, inocente y sorprendida, del niño Chou y la mirada áspera, endurecida y agónica de su madre, que domina las escenas finales. La historia de búsqueda y supervivencia que articula el relato se construye de forma sutil alrededor de estos dos puntos de vista externos, lo hace sin subrayados y con una dosificación progresiva y muy medida de la carga dramática. 
En el ambiente opresivo y brutal de Funan no hay otro espacio para la esperanza que el que aportan los seres humanos, las víctimas involuntarias de la tragedia; individuos que, luchan por su supervivencia y que se esfuerzan por recordarnos que, cuanto más trágico es el contexto, más necesaria es la lucha por que la humanidad se imponga al odio de los chacales. Lo estamos viviendo estos días.
Pueden ver
Funan estos días en la plataforma de Movistar +

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