UNA HORA ANTES por PEPE PEREZA




La lluvia golpea el cristal de la ventana. Una imagen un tanto afligida que marca el inicio de la mañana. Fernando apura el café que está tomando y enciende un cigarro. Es pronto para hablar con su madre. Esperará unos minutos antes de llamarla por teléfono. Últimamente, la mujer ha estado delicada de salud y le tiene preocupado. Va a la cocina. Con el cigarro en la boca friega la taza que ha usado y la deja en el escurreplatos. El termómetro que está en la terraza marca dos grados. Se pregunta si su madre ha dormido con la calefacción encendida. Seguro que no. Ella y su manía de ahorrar. Mira que se lo tiene dicho: con este tiempo deja encendida la calefacción, pero tiene la cabeza tan dura que no hay quien la haga entrar en razón. Apaga el cigarro en el fregadero, regresa al salón y marca el número de su madre. No contesta nadie.
En el coche, los limpiaparabrisas van de izquierda a derecha apartando la cortina de agua. Mientras conduce hacia el trabajo la salud de su madre no se le va de la cabeza. Hay un miedo constante que le acompaña a lo largo del día. En ocasiones también se despierta sobresaltado en medio de la noche, pensando que ella está sufriendo un derrame cerebral o algo por el estilo. Se la imagina cayendo en mitad del pasillo con espasmos por todo el cuerpo. Después no puede volver a dormir y pasa la noche en vela quebrándose la cabeza con sus miedos. Siempre está pendiente del teléfono y cualquier llamada fuera del horario normal le provoca sudores fríos. Al entrar en la rotonda va más atento a sus pensamientos que al tráfico y está a punto de chocar con el coche que va delante. Por suerte, pisa el freno a tiempo. A esas horas hay demasiado ajetreo y hay que andarse con mil ojos.
Llega a las inmediaciones del Auditórium. Enfila la rampa que lleva a los aparcamientos y se detiene cerca del muelle de carga. Apaga el motor y se dispone a salir, pero se da cuenta de que su coche es el único de la explanada. Consulta la hora. Faltan diez minutos para que sean las nueve. Le extraña que no haya llegado nadie. Normalmente los chicos de carga y descarga ya suelen estar por ahí. Tiene un mal presentimiento. No sería la primera vez que le hacen venir una hora antes. Para asegurarse coge el móvil y llama a su jefe.
-Raúl, ¿a qué hora hemos quedado?
-A las diez.
-Me dijiste a las nueve.
Por lo visto hubo un cambio de horario y se le olvidó avisarle. Raúl se disculpa y le dice que enseguida va para allá. Fernando deja el móvil en el salpicadero y se resigna a esperar. El Auditórium se asienta a la vera del río, aunque desde donde está aparcado no puede ver el caudal. Con las crecidas de los últimos días seguro que es espectacular. Si no lloviera tanto se acercaría a verlo. Enciende un cigarro y conecta la radio. En la primera emisora hay salsa. Nunca le ha gustado esa música. Mueve el dial. Da con una tertulia: Alguien habla de la “Gripe A” y de los estragos que causa entre las personas mayores. Eso le recuerda que tiene que llamar a su madre. Esta vez sí hay respuesta.
-Mamá, ¿qué tal estás hoy?
-Mejor, mucho mejor.
La anciana tiene la voz tomada y habla por la nariz.
-Noto por tu voz que sigues acatarrada.
-Estoy bien. Son estos mocos que no me dejan respirar.
-¿Has tomado las medicinas?
-Sí, con el desayuno.
-¿Seguro?
-Seguro.
-¿Y la calefacción?
-Estoy bien abrigada.
-Pero mamá, ¿qué te tengo dicho?
-Qué pesado eres. Ahora la enciendo.
-¿Lo prometes?
-Que sí…
Continúan hablando, él metido en el papel de hijo responsable y ella soportando sus reprimendas. La mujer lleva toda la vida desviviéndose por él, ahora es el turno de que la cuiden a ella. Y él lo hace con todo cariño del mundo, pero a veces la responsabilidad le viene grande y se agobia. Ahora que sabe que su madre está bien se puede relajar. Enciende otro cigarro. Mira el reloj. Quedan más de cuarenta minutos para que sean las diez. Sale del coche y se cubre la cabeza con la capucha de chaquetón.
Las aguas del río descienden bravas y chocolatadas. Hay zonas desbordadas que han inundado la parte más baja del parque. Al otro lado de la orilla una carretera se extiende paralela al caudal. La riada arrastra algunos troncos. Compara la velocidad de los maderos con los coches que circulaban por la carretera, haciendo apuestas imaginarias por unos y otros. De pronto, algo llama su atención en el rio. De primeras no sabe qué es. Según lo acerca la corriente ve que es el cadáver de un caballo. El animal tiene la tripa hinchada y la fuerza de las aguas le obliga a girar sobre sí mismo, haciéndole levantar las patas al cielo para luego sumergirlas de nuevo. El caballo pasa por delante. Tiene las cuencas de los ojos vacías. La escena le revuelve las tripas. Cree ver un mal augurio en el gesto del cadáver. A pesar de que acaba de hablar con su madre, siente la necesidad de volver a llamarla. Busca el móvil, pero lo ha olvidado en el coche. De nuevo las mismas imágenes que le llevan atormentando durante meses. No pasa nada, se dice, está bien, seguro que ella está bien. A lo lejos, las extremidades de caballo siguen entrando y saliendo de las aguas.
Los chicos de carga y descarga ya han llegado. Fuman guarecidos de la lluvia bajo la marquesina de la puerta principal. Él va al coche, recupera el móvil y llama a su madre.
-Dígame.
-¿Has puesto ya la calefacción?
-No, aún no.
-Pero, mamá.
-Es que no tengo frío…
Vuelven a la misma conversación, de nuevo las frases se repiten y los papeles se invierten. Una vez que ha confirmado que su madre está bien se une al grupo.
Al rato, un coche enfila la rampa del aparcamiento, llega hasta las proximidades del edificio y se detiene junto a ellos. Raúl baja la ventanilla y con el mando a distancia acciona los mecanismos internos de la puerta metálica. Fernando se acerca a su jefe.
-Esta hora la pienso cobrar.
-Por supuesto.
La puerta termina el ascenso y Raúl mete el coche dentro. Tienen por delante un duro día de trabajo. Hay que montar la cámara acústica para una que ofrecerá un concierto por la tarde. Aunque quiere tomárselo con calma, la preocupación por su madre sigue ahí. De nada sirve quebrarse la cabeza, lo que tenga que ser será -se dice mientras entra en la oscuridad del muelle de carga.


Pepe Pereza



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