Adiós, compañero.


Escribir a través del dolor es sembrar en tierra yerma. La simiente no brota. Las palabras tampoco. El cariño hacia un ser querido quema y nubla. Sólo queda respirar y dejar que pase el tiempo. En la pausa llegan tímidas algunas palabras que quieren realizar la misión imposible de abordar la semblanza, el reflejo que nuestra retina incrédula aún guarda.
Y es, precisamente en ese tiempo, cuando surge el bálsamo doliente del recuerdo, que hiere y cura al mismo tiempo. Duele saber que se ha ido. La zozobra prende al tener la certeza de que nunca más compartirá sus chanzas y chascarrillos con nosotros, de que ya no existirá esa palabra amable, ese comentario de caballero decimonónico con su puntito canalla, esa alegría consustancial a su carácter, tan contagiosa y entrañable. Ya nunca más hondeará su blazer azul marino en el pasaje habitual del Auto, ni la insignia de amigos de Ifni brillará más, junto con la simpatía que siempre emanaba de su pecho, sobre la solapa de su americana.
En estos días es muy fácil caer en el panegírico. No todo eran bondades. Miguel Ángel era imperfecto, como cualquier mortal, como todos nosotros. Sin embargo, nadie puede negarle la bonhomía, la generosidad amable y atenta, y, desde luego, el aire honestamente campechano.
Aceptaba sus aciertos y errores, sus virtudes y defectos (y los nuestros), con la tranquilidad del que se sabe profundamente humano, sin juzgar a nadie, ayudando a todos, volcando cada poco una palabra amable en nosotros, sin distinción entre compañeros, padres y alumnos. Es difícil concitar en este país, y aún más en este ámbito nuestro, amplios consensos, pero hoy la unanimidad se impone: todos, de una manera u otra, le queríamos. No es un legado menor.
Su recuerdo, ese lugar del que afortunadamente no hay exilio posible, es uno de los pocos bálsamos ciertos que tenemos. Sanaremos con una punzada amarga cada vez que recordemos su risa franca, creo que todos atesoramos esa imagen en la excepcional biblioteca que es la memoria. Tampoco puedo imaginar que falte quien se haya estremecido, y se estremecerá, al recordar su imagen solícita deslizando una cajita de dulces sobre la mesa, siempre repleta, como si en ella se obrará el milagro de la generación espontánea cada día, para endulzarnos juntas, reuniones varias o sobremesas en cafetería. Lo recordaréis, seguro, con la mirada viva, el interés despierto, remangado y con la palabra justa en la boca para arrancar una sonrisa a su interlocutor. Agradar era para él, junto con la discreción, una manera de estar en el mundo. Una vez me dijo, y es muestra de lo que apunto, la siguiente frase: “Tu literatura no es flor de un día”. Es difícil contener más aliento, calado y bondad en siete palabras. Así era él.
Llorar a los muertos, como el dolor en el ciclo de la vida, es un concepto real y necesario. También es una frase hecha, no cabe duda, pero a la vez no lo es. Hay que abrazarse para deshacer la hiel de la herida íntima y conjurar juntos la pena, la congoja y la rabia enquistada. Dejar ir a los amigos es un rito ancestral y necesario en nuestra forma de sentir. Y hasta eso, este virus insolente, nos lo ha hurtado.
Aquí va un abrazo inmenso, informe, amalgamado en diversos tipos de amor, de emoción universal, que ahora te quiero devolver. Deseo, compañero, que esta marea de calidez y gratitud te alcance donde quiera que estés. 
Hasta siempre.

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