Ana y María: un cuento de terror
La luz de la mañana traspasa los visillos nacarados del ventanal de madera. Ana mira el cielo diáfano, deja el libro que está leyendo sobre la silla victoriana tapizada de terciopelo, abre la ventana y respira hondo. Su hermana la mira con agrado. Se acerca a ella y hablan pausadamente:
–Ana me agrada tu cambio. Te has convertido en una mujer perspicaz y bella –le dice, cariñosa—. Pero, deberías salir un poco más. Desde que dejaste la universidad, solo tienes ojos para los libros. ¿O me equivoco?
–Puede que tengas razón, María. No obstante, he descubierto que mi sitio está en los lugares solitarios. No caso bien con las personas; tengo que hacer un esfuerzo sobrehumano para relacionarme con ellas. La timidez me ha envuelto de una muralla inexpugnable, pero me siento a gusto. En realidad, no tengo intención de dejar mi aislamiento –contesta Ana algo contrariada.
–Tranquila, no te enfades. No volveré a mencionarlo –comenta María con su voz angelical. Y añade—: Lo decía porque será difícil que encuentres pretendientes... te quedarás solterona.
–No busco un hombre: se cuidar de mi misma. Papá nos dejó suficiente dinero como para vivir bajo una buena administración y sin demasiados caprichos. Puedes quedarte con esta casa solariega. En unos meses, me trasladaré a un pisito de Londres cerca de La Morgue. Allí practicaré mi oficio con los cadáveres sin identificar que lleguen –indica Ana. María hace un respingo; un escalofrío gélido recorre su columna vertebral.
Se esfuerza para contestar animosa:
–¡Me alegro por ti! No tendrás más remedio que hacer amigos...
–Te equivocas –contesta Ana—. Por el día estudiaré y por la noche viviré en la casa de los muertos.
María se abraza a la toquilla de bolillos artesanal que lleva puesta y cierra la ventana. De inmediato, prosigue el diálogo con su hermana:
–Espero que no te moleste. Me ha entrado un frío repentino, extraño. A veces, tus respuestas me desconciertan un poco...
–María no mientas. En el fondo, prefieres que esté alejada del mundo. Así, tus posibilidades de casorio, aumentan. –Replica Ana con desdeño.
–No digas estupideces, Ana. Te quiero muchísimo –concluye María con una mueca tierna. Y prosigue—: Las dos deseábamos estudiar medicina, pero madre no quiso tocar el dinero de padre y solo tuvo dinero para que fuera una. Tú eres más lista. Te has convertido en la primera mujer cirujano: estoy orgullosa de ti.
Ana vuelve a la silla y María se queda mirando la campiña.
De improviso, entra en la alcoba una dama crepuscular de facciones rígidas. Mira a su hija, y le dice, agria como un pomelo:
–¡Ana María!¿Otra vez hablando sola? –La joven de cabello azabache y ojos marinos, agacha la cabeza. La mujer añade—: Al final creeré que tengo dos hijas; una que se llama Ana y otra que se llama María.
La joven se encoje de hombros. La madre se le acerca y mira la portada del libro. Inmediato, la abofetea, y agrega:
–¡Encima estás leyendo otra vez la misma novela! ¡Voy a tirarla!
–¡No por favor! No lo hagas, madre. Fui buena y te hice caso. Me dijiste que leyera...
–Sí, hija, sí. Que leyeras libros... hay una biblioteca completa. Sin embargo, te empeñas en escudriñar solamente El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde. Stevenson estaría satisfecho contigo: te la debes saber de memoria. –Espeta la matriarca antes de arrojar la novela sobre la cama con desprecio. Después, le aclara con dedo acusador—: Los personajes te devorarán.
–Eso no sucederá –replica Ana María.
–¡Que no se te ocurra volver a protestar! Ahora verás lo que hago con tu novela –indica la madre, bastante alterada.
Ana María se queda impasible viendo cómo su madre coge el ejemplar, encuadernado con piel de vacuno, y la rompe en mil pedazos frente a la chimenea; echa los trocitos al fuego vivo. Unos lagrimones enormes recorren su rostro contraído, con la mirada perdida en la llamarada rojiza.
De repente, la joven, da dos zancadas, coge el atizador y golpea con fuerza a su madre en la cabeza. La mujer se tambalea y acaba desplomándose.
Ana sonríe maliciosa; los ojos abiertos como platos, la tonalidad de la piel, violácea. No conforme con un solo bastonazo, sigue golpeándola hasta que su cráneo se abre como una hamburguesa recién amasada. En cada hachazo su risa aumenta y su voz se torna grave:
–¡Estoy harta de que me ignores! No conozco a ninguna María. Soy Ana. Siempre fui Ana; Hyde me sedujo el mismo día que papá se suicidó. Lo veo todos los días colgado de la viga del salón, diciéndome: «Ana no hagas caso de lo que te diga mamá. Ella nunca te querrá como yo». –Sus fosas nasales hiperventilan, satisfecha por su ópera prima.
Ana se agacha y retira el cabello del rostro materno desfigurado. La acaricia y le susurra:
–Madre estás favorecida. La belleza de la muerte te ha poseído con todo su amor.
Su vestido se empapa de plasma cárdeno. Ana se desviste, tranquila. La sangre se esparce por el parqué níveo de la estancia. Ella ríe con los ojos desorbitados.
Minutos más tarde, la joven se acurruca sollozando como una niña. Su voz atronadora, se torna delicada:
–Mami, mami… ¿quién te ha hecho esto? –Murmura aterrada junto al cuerpo destrozado de su madre.
Acto seguido, mira sus manos ensangrentadas. Resbala los dedos por la pared de estampado florar, y chilla horrorizada.
©Anna Genovés
26/06/2016
Revisado en abril 2021