BURN por IVÁN ROJO




Pajaritos fritos,
ya he hablado de ellos otras veces, creo,
demasiadas, fijo,
pero es que anoche de repente me apetecieron,
anoche intentaba recordar qué tenía en la nevera,
esa vieja Edesa traqueteante, ya más gris que blanca
y tan esquilmada como mi memoria,
anoche intentaba recordar si aún quedaba algo de pavo
cuando me vinieron a la mente los pájaros,
los pajaritos fritos,
los pajaritos fritos del bar de la calle Barcelona,
llegaron volando de repente de todas partes
envueltos en llamas
y se posaron en mi cabeza
poniéndome perdido de aceite hirviente y reluciente,
cómo quemaba,
cómo brillaba tras mi frente
la mañana de hace exactamente treinta años
en que los probé por primera vez en el baruzo que digo,
cómo crepitaban las diminutas alas puntiagudas,
los muslos atróficos,
los pájaros no andan, entérate, chaval,
los pájaros vuelan,
y los torsos,
aquellos torsos hinchados, orgullosos
que abrí en canal para descubrir que no tenían pulmones,
ni tripas,
ni corazón,
pero cómo quemaban aquellos pájaros
eviscerados, saqueados,
cómo humeaban sus cuerpos huecos,
volutas densas, lentas, blancas
que salían de sus pechos profanados al abrirlos
y subían, subían, subían
esquivando mis manotazos, mis intentos de atraparlas
y seguían ascendiendo como almas hasta el techo del bar,
tras el que desaparecían para siempre,
porque hay cosas que son tuyas o no son,
que nadie puede robarte,
que si pierdes será por tu culpa,
como este recuerdo con mi padre,
que hasta la fecha se ha venido salvando de
la quema.
Bien.
No quedaba pavo, por cierto.
Llamé y pedí una pizza de pollo.


Iván Rojo


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