Desde muy pequeño aprendí que el resultado de una pelea no depende de la fuerza, de la velocidad, ni siquiera de la pericia o de la técnica, que, eso sí, suelen ser importantes. Lo que inclina la balanza hacia uno u otro lado tiende a ser la voluntad, la firmeza en el propósito, la determinación ciega, en definitiva, de vencer. La causa última que alienta la disputa es decisiva. La motivación puede con casi todo. Ese aprendizaje se fue abriendo paso lentamente en mí, al mismo ritmo que se me asentaban las melancolías en el carácter. Todo ocurrió mientras no me cansaba de observar la vida, me obsesionaba con la alteridad y, como no, con lo imprevisible de la contienda. Pues bien, en esas estamos hoy en día, sólo que ahora no hay violencia que valga. Todo lo que sabíamos, o creíamos saber, no vale un ardite. No importa. Hay que seguir peleando.
Es muy fácil dejarse llevar por la emoción social y, aunque el aplauso vespertino impulsa en nosotros todo tipo de instintos (desde el grito desatado a la crítica política o la exaltación patriótica, pasando por la sobriedad en la desgracia), ya no es sólo un homenaje a la primera línea de combate contra este virus. No. Se ha convertido también en un acto de resistencia cívica tan inútil como esencial. Es, en definitiva, la constancia firme de que si desapareciéramos como especie, cosa aún harto improbable, no lo haríamos sin ruido, sin pelear cada metro, cada segundo, cada aliento. Es la determinación absurda, pero necesaria, de no doblegarnos ante la fuerza de lo invisible. Es, también, la negación de un miedo palpable, que todos sentimos (si no lo tuviéramos seríamos psicópatas), pero del que queremos exiliarnos con el revulsivo de la emoción conjunta, de la resiliencia, de la palmada colectiva. Es, sin duda alguna, la constancia última de que nos agarraremos, ahora y siempre, a este pedazo de tierra con todas nuestras fuerzas. Preocupan y duelen ahora las pandemias venideras -que vendrán-, las invectivas acusatorias y arribistas de los pobladores del norte europeo, las inmensas dosis de sufrimiento, las terribles muertes solitarias de un familiar querido, los duelos incompletos y, por supuesto, el balance final de tanta hiel. En realidad, todas esas cosas son las que importan, pues nos hacen percibir con fiereza la incertidumbre que reina al otro lado de este Rubicón pandémico. Nadie sabe cómo será el mundo que surja de esta crisis. Sin embargo, lo que ahora manda es el combate que estamos librando y la determinación misma de la lucha. Pelear, filosofando o sufriendo, es en sí mismo un camino.
Sé que la épica se construye sobre discursos planos, pero lo cierto es que cada vez que aplaudimos, nos quedamos en casa, hacemos sonar el “himno” del Dúo dinámico o diseñamos un respirador con una impresora 3D, además de solidarios, cumplimos con nuestro deber milenario de luchar por y para perpetuarnos en este nuestro planeta. No desapareceremos en silencio.
Los aprendizajes de esta nueva era serán complejos, de eso no cabe duda, pero transformaremos la adaptación en un nuevo acto de resistencia. Lo bueno es que lo haremos al calor de los aplausos y a la vera, cerca o lejos, de los siempre imprescindibles compañeros de viaje: los otros, el tesoro insondable del ser humano.