Fue hacia principios de septiembre de 1664 cuando yo, al igual que el resto de mis vecinos, supe incidentalmente que la peste había vuelto a invadir Holanda…
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Pero parece ser que el Gobierno tenía informes precisos y que celebró diversas reuniones para decidir los medios de evitar que llegase a nuestro país; pero todo se guardó en secreto. Y así fue como aquel rumor no tardó en desaparecer, y la gente empezó a olvidarlo, como algo que apenas nos concernía y que esperábamos que no fuese cierto, hasta fines de noviembre o principios de diciembre de 1664, cuando dos hombres, según dijeron franceses, murieron de la peste en Long Acre, o, mejor dicho, en la parte alta de Drury Lane.
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Seguimos alimentando esperanzas unos pocos días más, pero sólo muy pocos, pues la gente ya no podía seguir dejándose engañar de este modo; registraron las casas y vieron que lo cierto era que la peste se extendía en todas direcciones, y que eran muchos los que cada día morían de ella.
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En este intervalo, entre el momento en que alguien caía enfermo y aquel en que llegaban los inspectores, el dueño de la casa tenía tiempo y ocasión de trasladarse con toda la familia, si es que tenía algún lugar adonde ir, y muchos así lo hacían. Pero lo calamitoso era que muchos lo hacían así cuando ya estaban realmente contaminados, y de este modo introducían el mal en las casas de los que eran tan hospitalarios para acogerles, lo cual es preciso confesar que era mostrarse muy cruel y muy ingrato.
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Por otra parte, muchos de los que huían podían refugiarse en otras casas, en donde ellos mismos se encerraban voluntariamente y allí se ocultaban hasta el fin de la peste; y muchas familias, previendo que se aproximaba aquel desastre, hicieron un acopio de provisiones suficientes para todos, y ellos mismos se encerraron, y de un modo tan efectivo que no volvió a vérseles ni a oírseles hasta que la epidemia hubo cesado por completo, y entonces volvieron a salir a la calle, sanos y salvos.
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La verdad es que muchos huyeron a otros condados pero, como millares de ellos se quedaron en Londres hasta que sólo la desesperación les hizo escapar, la muerte les sorprendió por el camino y no consiguieron otra cosa que ser mensajeros de la muerte; otros que estaban ya contaminados, por desgracia, propagaron el mal hasta las partes más remotas del reino.
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Claro está que, si todas las personas contaminadas hubieran estado recluidas en sus casas, no habrían podido contaminar a ninguna persona sana, porque no habrían podido acercarse a ellas. Pero el caso era –y aquí sólo voy a apuntar el problema– que la epidemia se propagaba insensiblemente, y a través de personas que no estaban visiblemente contaminadas, y que ignoraban tanto a quién contaminaban como quién les había contaminado a ellas.
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Toda suerte de oficios manuales de la ciudad, tanto si se trataba de artesanos como de tenderos, como ya he dicho antes, se encontraban sin empleo, y esto fue la causa de que se despidieran y quedaran en la calle innumerables empleados y trabajadores de todas clases, pues en sus respectivos oficios sólo se hacía lo que podía considerarse estrictamente imprescindible.
Esto hizo que las innumerables personas de Londres que vivían solas se encontraran sin recursos, así como también las familias cuya subsistencia dependía del trabajo del cabeza de familia; decía que esto les redujo a una extrema miseria y debo reconocer que es un honor para la ciudad de Londres –y lo será por muchos años, tantos como se recuerde lo sucedido– que fuera capaz de socorrer caritativamente las necesidades de tantos millares de personas que más tarde cayeron enfermas y se vieron en las peores situaciones, de modo que puede afirmarse, sin temor a que nadie lo desmienta, que nadie pereció de necesidad, al menos, ninguno de aquellos de cuya situación se había informado a los magistrados.
[Alba Editorial. Traducción de Carlos Pujol]