Orión, el cazador imbatible, reinaba en el cielo madrileño convertido en estrella cuando ocurrió el milagro. No somos pocos los que nos acordamos reiteradamente de Ensayo sobre la ceguera de Saramago en estos días de pandemia. En ese novelón sobre el descenso del ser humano a los infiernos de si mismo, hay un momento clave. Y es aquel en el que la protagonista, la única mujer que ve en un mondo de cegueras blanquecinas, encuentra refugio en una casa que no es la suya, en una ciudad que nunca volverá a ser igual y tras sufrir crueldades infinitas en aras de su supervivencia. Pues bien, en un momento avanzado de la trama, sale en la anochecida al balcón de ese hogar impostado y, tras tomarse un tiempo para respirar, siente que todo ha valido la pena. Al poco el cielo le regala una lluvia sanadora que limpia por dentro y por fuera, que lava lo que lleva mucho tiempo sucio, pero siempre digno. La noche le entrega en secreto el disfrute íntimo de la epifanía.
Y es así, de esa misma manera, como comulgamos todos nosotros ayer a las 22h. El merecido aplauso homenaje a nuestros héroes anónimos de la sanidad se convirtió en una ducha cálida bajo las estrellas, en el inicio de la esperanza y en la certeza de que no estamos solos en esta pelea. Fue profundamente emocionante sentir el estruendo del aplauso ahuecado por la dispersión de la ciudad. Miles de almas agitaban sus manos desde puntos diversos, aplaudían desde las entrañas generando un rumor irregular y poderoso que llenaba de luz lo que la epidemia enfría o amarga cada jornada de confinamiento.
Sé que dejarse llevar por la emoción colectiva tiene algo de pueril y que desde la intelectualidad es casi obligatorio el ejercicio de la crítica, el de buscar otra perspectiva a la situación, una vuelta de tuerca, comparándola, por ejemplo, con el afán acaparador de algunos o ciertos malos modos vistos en los atestados supermercados, pero en esta ocasión no quiero. Hoy me resisto a cualquier otra certeza que no sea la emoción más pura que, cual epifanía nos unió anoche a todos. Sé que el camino será difícil y pleno de obstáculos, pero ayer iniciamos la lucha. Es lo que Kipling, en su sensacional poema If, narraría así:
"Sí puedes rellenar un minuto con sesenta segundos de combate bravío,
tuya es la tierra y sus codiciados frutos,
y lo que es más,
serás un hombre,
hijo mío".
Ayer, bajo un cielo preñado de oscuros presagios, arrancamos la pelea contra nosotros mismos, sacando lo mejor de cada uno y haciendo sonar la solidaridad como una cascada, como un torrente de vida imparable que nos hizo, sin lugar a dudas, tremendamente humanos. Ayer fuimos dignos merecedores de los mejores frutos de la tierra. La solidaridad, la fuerza colectiva, la esperanza y la épica bien entendida, la del día a día, cabalgan ahora por nuestras calles desiertas.
Juntos podemos.