Mario Benedettí con su madre. |
Blas Matamoro dice en su ensayo “Novela familiar” lo siguiente: “Nunca tenemos acabada la definitiva historia de la vida de un escritor, como tampoco tenemos leída del todo y para siempre su obra”, precisamente porque el escritor imbrica vida y escritura, vida y lectura, convirtiéndose siempre en parte de la obra que construye, porque sin ser nunca el protagonista de sus historias busca construirse una memoria de sí mismo.
Esta es una de las evidencias silenciosas y más importantes del hecho de ser escritor: la vida del que escribe es muy poco pública, es poco consciente de los focos, de los medios. La escritura todo lo copa, la escritura es su asomo al otro, la asunción de su lugar en el mundo.
Uno inventa su vida mientras escribe, “al hacer narrable algo en sí mismo inenarrable”, dice Matamoro. Se narra la herida, y sin herida no hay historia. Escribir sin herida, sin narrarse, puede ser muy democrático pero nunca producirá buena literatura. Impreso no es sinónimo de escrito.
La vida bajo las letras se nota. La narración de la luz o de la oscuridad, el ritmo del silencio, los versos del hambre. El escritor repuja el cuero, lo hiende con su vida, deja una huella en el texto y en el alma del que lee, de eso va la literatura, de búsqueda propia y de hacer camino al escribir.
Esto no se aprende en ningún taller literario. La herida, como el talento, se trae de casa. Se puede enseñar a dominar la técnica narrativa pero sin herida, ni la mirada que genera, nuestra obra será solo una cáscara de tinta.
Aunque todo pase por discutible, conviene ser conscientes de que muchas frustraciones y egos literarios nacen directamente de esta falta de vida en muchas obras. Se puede escribir sobre el 9 de enero, pero sin olvidar que la emoción y la belleza no los da el tema, los construye desde la herida el buen escritor.
Artículo publicado en el diario La Prensa, 7 de enero de 2020.