Dice que ya apenas sonríe,
que a menudo sus ojos nadanen lagunas de alta salinidad.
La observa mientras ella sube
las persianas con desidia.
Susurra que sus manos no aprietan como antes
y que ya no tatarea canciones al atardecer.
Se pregunta de quién es ese cuerpo
que se acurruca en su cama
postrado como un árbol caído;
que dónde están las ramas
en las que brotaban tallos verdes
y se posaban pájaros carpinteros
que repiqueteaban nuestros nombres.
Se queja de que ya no pronuncia palabras de amor:
solo las escribe en poemas olvidados.
Busca en los armarios
sus zapatos de baile
para resucitar a la eterna danzante,
pero sabe que sus pies están rotos
de subir y bajar tortuosas escaleras sin barandilla.
Sabe que la niñez muere entre los juncos de las charcas
pero se conforma con observar
la belleza decadente del estático vuelo de la libélula.
Julia Navas Moreno