Una cicatriz de celuloide



En general, el arte ha encontrado en la guerra un doble potencial. Por un lado, es un excitante marco narrativo, pues genera un espacio donde las pasiones humanas se desatan, posibilitando excesos de todo tipo. Por el otro, es la causante de muchos de los traumas que se destilan o reflejan, en mayor o menor medida, a través de la creación. El cine, lejos de estar apartado de dicho influjo, se ha bañado constantemente en tales aguas.


La guerra es, inevitablemente, una cicatriz en la memoria colectiva. Las contiendas, bien sean civiles o mundiales, permanecen en la retina de los pueblos. Es bueno, no cabe duda, cultivar la memoria desde diversas perspectivas historiográficas. En esta labor, el cine ha jugado un papel fundamental. Además, la guerra suele ser un motor para el arte, pues el sufrimiento que entraña no se pierde en el aire, sino que se encauza en manifestaciones artísticas potentes y llenas de verismo.
La historia del cine está íntimamente relacionada con los conflictos bélicos. Además de ser un filón temático, su desarrollo ha estado ligado de manera clara. Sin ir más lejos, la primera vez que se documentó una lucha fotográficamente fue en la guerra de Crimea (1853-1856). El uso propagandístico, partidista o, simplemente, histórico de las capturas fue una constante desde entonces.
Por otro lado, la primera guerra mediática y cinematografiada de la historia fue la contienda hispano-norteamericana de 1898. La brevísima campaña contó con imágenes reales en movimiento, pero sobre todo con propaganda. Conservamos imágenes reales de los Rough riders (Regimiento de voluntarios de caballería del ejército de EE. UU., cuyo teniente coronel era el mismísimo Theodore Roosevelt), pero la inmensa mayoría de cortos sobre el conflicto son recreaciones de batallas, como la de Las Guásimas.
Hasta George Méliès, uno de los más imaginativos y geniales pioneros del cine, recogió en sus reconstrucciones históricas la Visita submarina al Maine (1898), conocido casus belli de aquella conflagración.
La guerra está en el ADN del cine, como también está, ya lo explican los antropólogos e historiadores, en el alma del ser humano. Destacan en este tipo de estudios autores como el historiador militar John Keagan. Su Historia de la guerra, reeditada por la Editorial Turner (2014), es todo un referente en lo relativo a los diferentes modos de concebir el enfrentamiento armado. No existen periodos históricos o sociedades exentas del espíritu cainita de la coerción, según explica el autor inglés. Es algo consustancial a la existencia del hombre y a la colectividad.
La guerra ha sido también lugar de experimentación cinematográfica por excelencia. Uno de los grandes nombres de la producción soviética, el gran Kulechov, creador de un concepto universal sobre el orden, la yuxtaposición y el significado de los planos que obsesionó al mismo Hitchcock, participó con su tomavistas en la guerra civil rusa (1917-1923). Parece que este período fue clave en la formación posterior de sus teorías.
Todas las filmografías han utilizado el cine para tratar de cicatrizar, justificar, glorificar o ahondar en sus más traumáticos conflictos bélicos. No es óbice que el período de tiempo varíe respecto a la realidad o que su significado pueda mostrarse desdibujado. De hecho, muchas veces, no fue necesario si quiera citar a las claras el acontecimiento aludido.
Así, destaca el caso de Alexander Nevski(1938) de Sergei Eisenstein, ambientada en plena Edad Media y centrada en la invasión de los caballeros teutónicos de las heladas estepas rusas. El príncipe Nevsky será el encargado de expulsarlos. A nadie se le escapa que, en realidad, se está hablando sobre el peligro expansionista de la Alemania nazi en la segunda mitad de los años treinta. El filme parece premonitorio, pues en 1942 el Tercer Reich lanzó la operación Barbarroja para invadir la URSS con el mismo resultado negativo que en la película.
Existen múltiples vías de aproximación a la fértil relación entre el cine y la guerra. Se puede abordar desde un punto de vista cronológico, citando diferentes y sangrientas disputas de la historia. Así, podemos realizar un caleidoscópico recorrido desde la Antigüedad (Espartaco(1960) de Stanley Kubrick o Alejandro Magno (2004) de Oliver Stone), la Edad Media (Braveheart (1995) de Mel Gibson o Ran (1960) de Akira Kurosawa), la Edad Moderna (El último valle (1970) de James Clavell o El Dorado (1988) de Carlos Saura) y la Contemporánea (Johnny cogió su fusil(1971) de Dalton Trumbo o Stalingrado (1993) de Joseph Vilsmaier), por citar algunas de las infinitas piezas producidas al respecto.
Del mismo modo, podemos realizar una taxonomía temática, visitando las guerras de la descolonización (La batalla de Argel(1966) de Gillo Pontecorvo), los conflictos recientes, como el yugoslavo (Savior(1998) de Predrag Antonijevic), o la nueva ola de enfrentamiento global de los atentados islamistas (Estado de sitio (1998) de Edward Zwyk). Igualmente, se han narrado con profusión las diversas contiendas civiles que han asolado la historia, como la norteamericana (Getysburgh (1993) de Ronald F. Maxwell) o la española.
Esta última merece una reflexión especial por lo ideologizado de los arquetipos que se presentan en las mismas. Pocos son los títulos que huyen del maniqueísmo, parcialmente veraz y pretendidamente revanchista, insistiendo en la imagen del falangista abyecto y de fino bigote enfrentado al republicano de buen corazón. De hecho, una de las más llamativas en este sentido de evitar los tópicos es la adaptación de la novela de Javier Cercas Soldados de Salamina. Fue llevada al cine con sensibilidad y tino por de David Trueba en 2003.
Otra vía evidente de estudio se encuentra en la comparación entre el tratamiento dado a un mismo conflicto en diversos momentos (atendiendo a los ya explicados principios de Marc Ferro a lo largo de las diversas entregas de esta sección de Descubrir la Historia), como por ejemplo Senderos de gloria (1957) de Stanley Kubrick y Capitán Conan(1996) de Bertrand Tavernier en torno a la Primera Guerra Mundial. La forma de narrar, el uso de los movimientos de cámara o la potencia semiótica de las escenas nos llevan a diversas concepciones del cine y, por tanto, de su aproximación a la guerra. Cada director es hijo de su tiempo.
Sin embargo, consideramos que la línea más fértil se encuentra en aquellas obras que, por encima de los planteamientos anteriores, se centran en la reflexión sobre el absurdo de la guerra, la condición del hombre en ella o la falta de humanidad flagrante de aquel estado. En esta línea, Apocalypse Now (1979) de Francis Ford Coppola es un claro referente. Este film, de cuyo hecatómbico rodaje se cumplen ahora cuarenta años, es el mejor ejemplo de obra de calado sobre la oscuridad que anida en nuestra especie. Los ecos de Conrad y la negrura de las aguas que nos llevan hacen el resto del trabajo.
El cine no deja de ser un acercamiento más a aquellos tremendos episodios de nuestro devenir, pero destaca la capacidad del celuloide para generar revisión, debate o consenso en torno a conflictos de todo tipo. Es, en definitiva, un valor añadido de la expresión artística del cine.

                                                                                                                             Juan Laborda Barceló

                                                                                      Artículo publicado en el número 23 de la revista Descubrir la historia. 

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