Todo está dicho ya.
Quedan pocas canciones en el aire que puedan regresar a ensordecer las tardes. Sin embargo el murmullo del río no cesa. Las aguas bajan arrastrando los restos del ya lejano estío y las primeras lluvias.
Barro y lamentos. Hedor vegetal que expande la corriente embravecida y marrón. Turbiedades nuevas que anegan árboles a su paso.
La ciudad, inundada de charcos, pavimento resbaladizo y hojas multicolor, parece hoy más desierta y desapacible. Vacía. Yerta. Lejos del mundo. Lejos de todos los mundos.
Vivimos rodeados de campos desolados e intemperie, a cien kilómetros de la ciudad más próxima, que es otra trampa dentro de otros campos solitarios. Como en un juego macabro de matrioskas huecas.
Campo y vacío.
Matorral y estepa.
Montaña y precipicio.
Solo la catedral se mantiene como faro en la distancia. Como dama nueva en su recia majestad privilegiada; y contempla los tejados donde los gatos maúllan de hartazgo.