... veo un mundo de jóvenes errantes con mochilas,
Vagabundos del Dharma que se niegan a obedecer
a la demanda general de que hay que consumir producción
y por ende trabajar por el privilegio de consumir...
Jack Kerouac
Un par de zapatos ajados, siempre los llevo, por si acaso, los pies son importantes cuando el camino es tu única compañía, por muy tópico que esto suene. Dentro de la vieja mochila que acuna en su interior escarchas de sudor e infanticidios de tedio, ahí van siempre los zapatos. No son de marca, ni pintan modernos. No son casi siquiera zapatos, pero son cómodos. Mi mochila, digo, ahí está, ahí descansa, en el fondo de este desguarnecido armario, cual piel de nutria asesinada o nudo de lana vieja trenzado en los adobes del sueño.
Contemplo mi mochila deseando interpelarle acerca del siguiente periplo, ahora, hoy que desconozco si algún día podré de nuevo rellenar de algodón aborigen su digestión de kilómetros descosidos y telas mal asfaltadas. Hace tiempo que no viajo, demasiado, pero no dejo de colgarme a los hombros, aunque sea soñando, esta vieja mochila barata, 40 litros de capacidad, muchos menos de los que me bebí en cualquiera de sus viajes, que albergó en su interior tanta ropa interior usada por interiores ajenos, tantos fetiches con nombre de geografías vacuas, tantos rasguños de zarzas como abrazos curados al albur de cruces de caminos que parecían ungüentos, y un número indeterminado de besos con la fecha de caducidad impresa en el envés de sus labios.
Así que, de nuevo, tomo entre las manos aquel viejo libro del viejo Kerouac. Paso sus páginas con la pretensión única de hallar una frase que me obligue a detenerme, hacer un alto en el camino. Y sólo encuentro un pedazo de tela de caftán que mis dientes destejieron a la noche de tu piel hace ya un mundo. Aún lo recuerdo: venía yo de festejar en soledad el último día del año en un restaurante aledaño al puerto de Tánger. Atlantique, se llamaba, aquel garito, aquel decrépito mesón con maneras de «aquellos buenos tiempos». El kefta estaba algo crudo, y el barro del tajine ni pasaba el examen de lo meramente decorativo. Pero era el lugar de entrada a la ciudad de cientos de turistas, tal vez más. Y se podía permitir el lujo, su propietario, de pagar los gravosos impuestos por venta de alcohol, y servía Special Flag -lo sé, la peor de las cervezas magrebíes- verdaderamente fría y, aún mejor, botellas de Guerrouane Rouge. Allí reposó, sobre la mesa, una de tales botellas, ensombreciendo con su duda de viña baja la rosácea claridad de unos pedazos de carne picada excesivamente crudos. Consumida la botella el interior del local perdió clarividencia, y las sombras que ya no proveían sus muros taladraron sombras chinescas contra la escayola descascarillada de mis pensamientos. Así que salí a las calles pretendiendo encontrarte, clamando a diosa Fortuna que cantase bingo desde una ebriedad que reclamaba tus abrazos.
Hablé de Kerouac con el camarero. Me aseguraba, orgulloso, que su padre había servido innumerables botellas de vino al poeta, allá por los años 50 del pasado siglo, cuando el joven profeta beatnik recluía vagabundeos entre los muros de la medina de Tánger. Rememoró las melopeas del estadounidense como si las hubiese podido contemplar. Cuánta poesía, Kerguac, amigo, siempre borgacho, amigo, bebía y bebía y baiglaba después entrge estas mesas, sí, amigo, en mesa de usted bebía y luego baiglaba y salía calle baiglando, corriendo hacia parte alta de kasbah... ¡ah!, siempre rgeía, joven alegre, pero bebía mucho, mucho, no bueno beber mucho, amigo, ¿le sirvo otrga copa? Sí, sírveme otra copa, amigo, que esta noche me espera el Magreb en sus labios y no quiero que descubra los míos manchados de miedo.
Brindé por el año que finalizaba y no bailé, como Kerouac, pero sí me reí, a carcajadas, cuando le aseguré al camarero que iba a encontrarte paseando por la medina. Porque sabía que sólo tenía que caminar para encontrarte. Tú no te acordarás jamás pero nos cruzamos frente a un tenderete en que se mercadeaban chucherías de contrabando y RayBan falsas, y conseguimos colarnos en el Hotel Ritz, subir hasta aquella habitación húmeda de cucarachas y avejentada de moqueta gruesa. La cama estaba limpia, eso te aseguré mientras descubría un Miró de esperma caduca sobre las sábanas. Todo daba igual, nada me importaba, quería sentirme vivo como el viejo Jack, apurar sístoles y alquimias entre todos tus labios, acuchillarte con garras la espalda y con sargazos los pechos. Tuve que desgarrarte el caftán, y un retazo de orgasmo añil descansa hoy entre las páginas de Los Vagabundos del Dharma, primera edición, Contraseñas Anagrama, traducción de Mariano Antolín Rato. Luego caminar la noche tangerina buscando un taxi que te regresase al hogar que no tenías. Y yo regresar al Hotel Valencia para recoger mi mochila y, con ella a la espalda, perderme como una nada entre los viandantes que viandaban murmullos de menta en busca de nada. Buscando sólo caminar, estar en movimiento, no quedar varado en la melancolía de haber tenido que despedirme de ti de manera tan atropellada... tan atropellada como nuestro amor, nuestros besos y mis tragos de vino grueso. El camarero del Atlantique me descorchó otra botella. La tomé entre mis manos y caminé dejando a mi espalda el puerto, en pos de las orillas del extrarradio. ¿Hacia dónde? No lo sé. Tampoco importa. Lo trascendental no es el destino cuando crees que tu destino es el camino. Y caminé hasta que me acogieron, en el interior destartalado de un Fiat Uno, dos jóvenes oriundos de Sidi Kacem cargados de hash y ebrios de sonrisa. Decidí decirles adiós en Asilah confiando en encontrarte de nuevo, paseando la medina y un vaho de cannabis en la última noche del año.
Kerouac abandonó el camino por el alcohol, y la vida por una hemorragia interna producto de la excesiva ingesta de aquel. Pero antes anduvo lo suyo, y en Tánger consumió vino y bailó y rió y logró que este pedazo de caftán que ahora envenena mis dedos decidiese reposar el recuerdo de tu piel entre las arritmias gramaticales de su prosa bebop y nervio.
Abro la mochila y lanzo en su interior el volumen pensando que será buena lectura para mi siguiente viaje. Al fin, tampoco es tan malo estarse quieto. Lo nefasto es, únicamente, no sentirse en movimiento.
Pablo Cerezal, de Postales desde el Hafa.