Dormíamos en lo que, en otros tiempos, había sido el gimnasio. El suelo, de madera barnizada, tenía pintadas líneas y círculos correspondientes a diferentes deportes. Los aros de baloncesto todavía existían, pero las redes habían desaparecido. La sala estaba rodeada por una galería destinada al público, y me pareció percibir, como en un vago espejismo residual, el olor acre del sudor mezclado con ese toque dulce de la goma de mascar y el perfume de las chicas que se encontraban entre el público, vestidas con faldas de fieltro –así las había visto yo en las fotos–, más tarde con minifaldas, luego con pantalones, finalmente con un solo pendiente y peinadas con crestas de rayas verdes. Allí se habían celebrado bailes; persistía la música, un palimpsesto de sonidos que nadie escuchaba, un estilo tras otro, un fondo de batería, un gemido melancólico, guirnaldas de flores hechas con papel de seda, demonios de cartón, una bola giratoria de espejos que salpicaba a los bailarines con copos de luz.
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Éramos las personas que no salían en los periódicos. Vivíamos en los espacios en blanco, en los márgenes de cada número. Esto nos daba más libertad.
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Hay tiempo de sobra. Ésta es una de las cosas para las que no estaba preparada: la cantidad de tiempo desocupado, los largos paréntesis de nada. El tiempo como un sonido blanco. Si al menos pudiera bordar, o tejer, hacer algo con las manos… Quiero un cigarrillo.
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Todas las noches, cuando me voy a dormir, pienso: Mañana por la mañana me despertaré en mi propia casa y todo volverá a ser como antes.
Esta mañana tampoco ha ocurrido.
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Es sorprendente la cantidad de cosas a las que llega a acostumbrarse la gente si existe alguna clase de compensación.
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Como bien sabían sus artífices, para imponer un sistema totalitario eficaz, o cualquier otro sistema, deben ofrecerse algunos beneficios y libertades, al menos a unos pocos privilegiados, a cambio de los que se suprimen.
[Ediciones Salamandra. Traducción de Elsa Mateo Blanco]