«…para el nómada genuino,
todo es hogar, todo es país y nada es patria».
Octubre. Terminó ya el verano y en el próximo párrafo retrocederé a junio, su tierno principio. Fue un verano extraño y sin bolígrafo. Los dos con los que salí de viaje se gastaron al poco y no hubo forma de conseguir repuestos: me olvidaba de comprarlos, me negaban su préstamo… Tuve que habituarme precipitadamente al portaminas para tomar notas y preguntarme si un verano a lápiz llega a ser imborrable alguna vez.
Volvamos por tanto al mes de junio, momento en que llegó a mis manos Gavia, primer poemario de Sergi Bellver. Es la tercera obra publicada por el autor después del volumen de cuentos Agua dura (2013) y de unas hermosísimas Variaciones sobre Budapest (2017).
Semejante título —Gavia— pide quizá ser leído sobre el mar y no en el aire, como fue el caso. Austrian Airlines, vestida de rojo y de música de vals, me empuja a acomodarme junto a la ventanilla del avión, donde desplego mi ritual: cuaderno en el regazo, tapones en los oídos, Gavia en las manos. No visitaba Viena desde hacía veinte años y, en mi memoria, no me hubiera importado no volver. Lujo, monumentalidad, refinamiento excesivo… y ni un solo alero para cobijarse de la lluvia. Pienso en los miles de sirvientes tras el goce histórico de unos pocos. ¿Han cambiado las cosas a día de hoy?
En la ciudad, intento fotografiar a Gavia en la puerta de un café recomendado por el autor pero un camarero me lo impide: fotos no, bitte. De la exposición dedicada a Oskar Kokoschka en el Museo Leopold salgo con cierta amargura: solo soy capaz de amar su primera etapa, sus colores oscuros; después, mis ojos ven pueril optimismo, una anodina claridad.
Me despisto sin dejar de hablar de Gavia; y, sin embargo, ahora quiero rozar más de cerca algunos de los materiales de los que está hecha.
Por ejemplo, el amarre consciente en su estructura: Mesana, Mayor, Bauprés. La voluntad de no impedir cualquier salida que amplíe el horizonte. El viaje, aun no siendo imprescindible (las ‘Instrucciones para no ir a Colliure’ —o a Yuste, o a Asís— son prueba de ello), siempre es esencial. Partir tiene sentido si se está dispuesto a incorporarse a cada sitio. A ser agua —dura o blanda, qué más da— que se mezcla con lo que recorre. Y que llega a casi todas partes.
El autor escoge su último cuarto de siglo vivido para los cincuenta y un poemas de Gavia. Obertura: ‘Cuarto de derrota’. ‘Todos los caminos’, cierre. Quiero pensar que por algo será.
La página marca la extensión de la mayoría de los poemas de esta obra, que entre otros muchos destinos acoge dos cuadernos gemelos (de Oaxaca, del Ampurdán) y tres nocturnos de melodía dulce y estructura libre (como todo nocturno que se precie): Madrid, Nueva York, Berlín. La risa me sorprende al final de ‘El monte hablador’ y confieso, sí, que cada vez que lo releo vuelvo a carcajear con esos «vidrios».
Sin duda se me escapan muchas cosas de este poemario. Pero Gavia es un texto recorrido por hermosas armonías, de fuerza contenida y bien orquestado.
Regreso a Holanda en vuelo nocturno. Sigo dando vueltas a la idea de viajar y de moverse. Es decir: si el desplazamiento tiene algún sentido último, qué queda en uno después de esas idas y venidas, etc. En el asiento trasero debe de haberse acomodado el hombre más gritón de Europa: no calla un segundo y, dado que nada lo interrumpe, llego a creer que habla solo pero NO: a su lado una mujer asiente mientras mis tapones apenas amortiguan su batahola.
Recuerdo algún manjar de mi infancia, que, como la del autor, nada tiene de especial ni memorable. Y pienso que tal vez mi auténtica viena fue siempre un bollo de pan, sencillo y honesto como este poemario. Una Gavia abierta al viento y lo inasible: la vida que se gana —y se pierde— conforme uno la vive. Así será hasta el final.
Gavia (El Desvelo Ediciones, 2019), de Sergi Bellver | 96 páginas | 16 euros.
* Publicado el 09/10/19 en Estado Crítico.
* Publicado el 09/10/19 en Estado Crítico.