La cadena fácil, de Evan Dara



Hace unos días salió mi comentario sobre esta novela en El Plural, así que me conformo con dejar en este post un fragmento de las primeras páginas:

-Al  volver  de  Groningen,  a  Lincoln  le  dio  por  otra  cosa. Comenzó a pasar días, luego fines de semana, luego más, en Ruigoord, un pueblo enteramente okupa a media hora a dedo, o a veinte minutos en el bus 82 de Ámsterdam. Sin proponérselo mucho, la concepción original de Ruigoord –sus casas de madera y la iglesia con campana-rio, las avenidas arboladas y las hamacas en verano–  había surgido en un pólder ventoso de un siglo de antigüedad; llegada la década de 1950 se había convertido en una comunidad de 600 almas. Pero a comienzos de la expansión de  los  60,  la  aldea  se  enfrentó  a  su  fin  por  la  autoridad  portuaria de Ámsterdam. El puerto más grande del mundo, Rotterdam, estaba a quince kilómetros, pero Ámsterdam quería uno propio y acarició la idea de inundar Ruigoord para conseguirlo. Antes que de agua la zona se llenó de indignación y protestas, y tres décadas después la idea había sido arrinconada; pero en el ínterin el pueblo se vio atravesado por amplias autopistas, y los terrenos adyacentes se convirtieron en arena. Durante la espera de esos treinta años, sucedió lo inevitable: los habitantes salieron pitando, las casas fueron derribadas a hachazos, la localidad se convirtió en un limbo. Finalmente, en 1973, los últimos resistentes abandonaron Ruigoord y el pueblo quedó al cargo de sus auténticos nativos. El viejo guarda, por entonces de setenta años, asistió a la entrega de llaves de la iglesia, por parte del último sacerdote del pueblo, a dos artesanos de Ámsterdam, Hellinga y Plomp, con las palabras Aquí tenéis. Y allí sería...
Enseguida,  toda  casa  en  pie  fue  ocupada  por  okupas,  muchos en busca de espacio para talleres, muchos disfrutando de dicho espacio más sitio para una galería a pie de calle. No era más que una localidad diminuta –un campanario,  una  o  dos  calles,  solares  en  la  periferia  y  poco  más–, pero Ruigoord se abrió camino en silencio, ganándose el afecto como último reducto sin supervisión de Holanda.  Una  tarde,  una  cafetería  rodante  se  asentó  en  un  solar y al poco contó con Lincoln como cliente. Siempre que podía ir a Ruigoord, iba. Sin otro propósito, dijo, que ver a los melenudos sacar sus letreros escritos a mano y para ayudar, cuando le llamaban, algo que comenzó a ocurrir enseguida, a acarrear cosas y soldar. Casi cada noche que lo buscaba, alguien le dejaba un colchón, un sofá, un saco de dormir o un techo a puerta cerrada...Cuando no estaba en Ruigoord, Lincoln llevaba el espíritu de Ruigoord por Ámsterdam. Se interesó en política okupa, y lavaba platos en De Peper, un restaurante okupa que ofrecía comidas veganas por cuatro perras; o menos, si no tenías las cuatro. Pasaba bastantes noches en el Bimhuis de Oude Schans, escuchando a improvisadores como Willem  Breuker,  Guus  Janssen  y  Piep  Knor,  y  una  vez,  importado de Amherst, América, a Archie Shepp; aunque, por encima de todo, adoraba a Han Bennink, el descacharrante batería que utilizaba el mundo como caja de resonancia, y que, para Lincoln, era prueba irrefutable de que vivir merece la pena, de que la vida es alegría. Y, en casa, escuchaba sin pausa las evoluciones de las primeras pistas de The Art of the Improvisers, de Ornette, y la presciente y espaciosa "Lock ‘Em Up" de Mingus...


[Pálido Fuego. Traducción de José Luis Amores]       


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