Entonces tomaba drogas por razones subversivas. A los catorce años frecuentaba una bolera de la calle Canalejas. El encargado parecía un mesías del infierno y yo un autodidacta criminal. Me aficioné a las drogas enteógenas por influencia de Huxley, Michaux, Burroughs, Trocchi… Esos apologetas me enseñaron hiperespacios en una gota de ácido lisérgico. Descubrí que hay una droga para cada percepción de la National Gallery, un alcaloide para un cuadro de Vermeer, un receptor neuronal para, digamos, una gaviota sobre la piedra de un río de 1970. Yo era un pobre diablo, pero si añadía un tubo de bustaid a la ginebra, lograba la theiosis. Era una vida. Entraba y salía por las cronotopías y los hospitales. Perdí una playa y no me importó; Salinetas regresaba en las pensiones y el océano me subía por las venas. Hablaba de Blake. Perdí una ciudad pero sabía llegar cada noche a Carvajales. Perdí una mujer y eso no tuvo remedio. No encontré jamás una réplica de ella. Un solo principio sintético de ella. Y eso que era un taumaturgo, un tipo capaz de hacer aparecer una mujer del siglo trece por la ventana ojival de un palacio de Praga. Viajé. Probé los hongos que contienen el principio activo de la selva. Mordía un pedazo y aparecía el río, la mamba, la pantera.
Puede que esto sea enfermizo. Como aquella vez que la absenta me llevó a un bar de Waxahachie, Texas. Recuerdo un búfalo mecánico, un laberinto, una prostituta que lloraba borracha, escayolada.
Entonces hacía un ángel de las fumadoras de crack y las mendigas amputadas.
Ha pasado el tiempo. Ahora tomaría drogas por razones reaccionarias. Ya solo quiero ser un heredero, un tipo que regresa a la casa de la playa, la destruida, y se sienta en la terraza y mira el mar que mirábamos los muertos.
Sergio Mayor