El fenómeno de la desaparición de cines emblemáticos, añejos o de barrio en nuestras ciudades es ya antiguo. Desde hace unos años, los hemos visto mudar su piel a golpe de realidad y convertirse en franquicias de comida rápida, tiendas de ropa low cost que cotizan en el Ibex 35 o apartamentos de lujo. El proceso está descorazonadoramente avanzado. Madrid se ha llenado de cicatrices en su memoria. Aquellos lugares de esparcimiento hoy ya no existen, son otra cosa. Durante un tiempo se escribió al respecto, se hicieron recorridos fotográficos por los locales abandonados o semitapiados que habían perdido su lustre y encanto cinéfilo. En el tránsito se creó otro espejismo esteta y melancólico, el del abandono. Ya quedan pocos en ese estadio intermedio de su metamorfosis. A pesar de ello, algunos resisten, por así decirlo. Probablemente, no por voluntad propia sino sometidos a circunstancias inmobiliarias con oscuros intereses pecuniarios de fondo.
El asfalto de Madrid emite en agosto unos efluvios de aliento enfermo, casi se pueden ver ondulantes y verticales sobre las alcantarillas cuando aprieta la canícula. Es algo así como el espejismo nebuloso del oasis en el desierto, pero no. Caminando por López de Hoyos me encontré, mientras en otro lugar de la ciudad se bailaba la verbena de la Paloma, con las tristes hechuras actuales del Cine Royal. Hoy quizá sólo sirva -y no es poco- como fantasma de un tiempo pasado, como hito en el recuerdo del cine compartido con la familia, los amigos o los amores de verano, aquellos a los que se anhela robar un primer beso en la clandestinidad de la sala oscurecida. La penumbra salvífica ha sido siempre refugio de las inclemencias del tiempo, de los enamorados y hasta de los disidentes. La cosa ha venido cambiando mucho y ahora esas huellas de otro tiempo sólo sirven para el recreo nostálgico, como el que realizan los urbex de Instagram. Son una suerte de neo exploradores urbanos, pero ávidos de la belleza de un mundo perdido, de locales solitarios y teatros decadentes. Capturan la armonía del abandono con sus móviles y la hacen viral. Veremos cuánto tiempo es posible, pues las coyunturas apuntan siempre hacia un progreso desvariador y ulcerante que no se detiene precisamente en las aguas de la memoria.
Aquí, si los recuerdos no me traicionan, vi En el laberinto junto a mi padre. Corrían otros calores y otras modas, y Bowie daba miedo con ese look entre onírico y gótico. Yo era casi un adolescente y quería abarcar aquel mundo de adultez y fantasía que mi mirada ya frisaba. Mi padre me advirtió. No entendí nada y hasta pasé algo de apuro recorriendo los tortuosos sueños de una Jennifer Connelly subyugante en su inocencia ficcional. Aún así, no hay nada como aprender con la experiencia y el sostén del cariño latente sentado a tu vera. Eso ni siquiera el feroz devenir de los tiempos, las economías y las ciudades nos lo podrá quitar. Son los patrimonios del alma.