Escribí aquellos diarios en un estado febril, crítico como el ánimo que me acompañaba entonces, siempre al borde del llanto. Mi humor no era sombrío cada día, admitámoslo, solo cuando dejaba de ingerir las pastillas recomendadas por la doctora. La misma que me alentó a volcar mis sentimientos sobre papel para que yo, en pocos meses, tuviera cientos de folios volando por casa.
No soy capaz de recordar qué llevó a la editorial a publicar esos textos. Vieron la luz de forma anónima —¡menos mal!— bajo el título de Estado crítico. Suena mondo y banal, estoy de acuerdo. En ese momento no se me ocurrió otro.
Hace diez años de aquello y mi identidad sigue oculta bajo tierra, lo que me alegra sobremanera. No habría soportado exponerme a un público tan turbado como yo o al escrutinio de la crítica. La calidad literaria del trabajo era cero, inexistente, una mierda. Novecientas páginas para cebar —y atascar— una trituradora de papel. Siete ejemplares se vendieron del tocho. Un éxito.
Cuando la dosis de realidad supera determinados umbrales, llega la muerte súbita de todo lo que opone resistencia. El hundimiento general, podríamos llamarlo: has visto, ahora sabes, ya no podrás borrarlo de tu mente. ¿No eres capaz de procesarlo? Te jodes. ¿Quieres dar marcha atrás? Demasiado tarde: más allá del filo tolerable, el único modo de salvarte es continuar braceando. Braceando, en bucle, hasta desfallecer y más allá.
El proceso de escritura fue un tormento. Desvenarse desde el nihilismo más profundo, como al parecer pretendía la doctora. Todas las compuertas se abrieron a la par. Pero por ellas no entraba aire, ni salud, ni esperanza. Solo un ingente monto de fango. Sucio, denso, pringoso, apestoso.
¿Que si puedo resumir o contar algo de aquellos diarios? No, no puedo. Jamás volví a leerlos y nadie los publicará en el futuro. Destruí originales, recuperé y quemé (¡trabajito me llevó!) los siete ejemplares vendidos, y reduje a escombros el almacén de mi editora. Solo recuerdo vagamente algún disparate del tipo:
«Corremos despavoridos.
La evidencia es apariencia.
Agua va para el río.
El sonido de una voz oscura endulza mi sexo.
Perder la vida
en los confines de un sofá».
Memeces. Pero cuántas memeces…
Estado crítico (Ediciones Triple Rombo, 2009), Anónimo | 900 páginas | 28,90 euros.
* Publicada como reseña especial en Estado Crítico.
* Publicada como reseña especial en Estado Crítico.