Hasta ahora Valencia ha sido para mí un refugio. A lo largo de muchos años la Malvarrosa se convertía por un, siempre demasiado, breve espacio de tiempo en mi bunker personal donde desbrozar las malas hierbas, coger fuerzas para el resto del año y repetir como un mantra: “el mar pone todo en su sitio”. Los cambios acaecidos este año no me dejan aventurar si esto seguirá siendo así, pero al leer Tranvía a la Malvarrosa, me he dado cuenta del enorme afecto que guardo a esta tierra que siempre me ha demostrado que no todo es lo que parece, incluida yo.
Manuel Vicent (1936-) es licenciado en Derecho y Filosofía y también periodismo, donde ha destacado con sus artículos. Ha probado casi todos los géneros: novela, teatro, relatos, biografías, libros de viajes, entrevistas, gastronomía y es, además, experto en arte. Ésta es sin duda alguna, su característica más relevante por lo que a esta obra se refiere y es que es constante la luz en su prosa a lo largo de toda la novela, de tal forma, que diríase que es un sentido homenaje a Joaquín Sorolla, también valenciano, y uno de mis pintores favoritos, que desarrolló la técnica pictórica del “luminismo”. No es extraño, por tanto, que alguna de sus definiciones como la de Andrés Rábago García (más conocido como El Roto), que ilustró su obra Crónicas urbanas, el estilo de Vicent «es muy barroco, pero también muy luminoso» y que Francisco Umbral, del que ya hemos hablado en Monólogo interior, admirara a Vicent por«la calidad tectónica de su prosa, (…) la fuerza levantina de sus imágenes, (…) el volumen áureo y matinal de su palabra». Lo de matinal también tiene que ver con la luz, que no se apaga en toda la obra.
Una suave ironía y un humor negrísimo hacen que esta novela sea una deliciosa lectura de verano, en la que un muchacho comienza un viaje iniciático de la adolescencia a la juventud, desde un burdel sórdido pero amable, marcado por un amor platónico, el sexo, la universidad, el calor y la Malvarrosa. Ha sido para mí una auténtica gozada recorrer a través de estas páginas, calles tan conocidas y queridas del barrio de Ruzafa o la Gran Vía de Germanías y recordar tantas mañanas cerca del balneario de Las Arenas. Parecen inevitables las notas autobiográficas y la crítica a esa España de pandereta, de curas y putas, de pobreza mental obligada y, sobre todo, de la otra. No en vano se ha llevado al cine, pero no he visto la película. Poco más que decir. Es una novela que te mece con el mar y la luz levantina, a través del humor y unos diálogos excepcionales. Vicent ha sabido reflejar fielmente la fuerza y la belleza de Valencia, casi un personaje más, sin escatimar en críticas a ese período histórico tan temible, aún no superado, que fue la dictadura franquista. No es probable que lea con devoción todas sus obras, por ejemplo Son de mar me pareció mediocre, pero es bueno tener como referencia una prosa preciosista como la suya.
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