Una melancolía repetida, deseada con el ardor de un encuentro sexual imaginado una y mil veces, es un tatuaje invisible sobre la piel. Sólo hace falta un roce, la caricia de una brizna de aire, una palabra en el tono preciso o una imagen para dejar al descubierto la tinta de sus recuerdos. Hoy ha vuelto a ser un lugar el que ha abierto el caño desatado de la melancolía. La caja de cerillas ha tenido, en esta ocasión, la culpa.
La facultad de Historia, mi facultad y la de tantos otros, dibuja una geografía emocional en mi vida tan intensa como repetida. Cada año, con la llegada de las pruebas de acceso a la universidad de mis alumnos, les acompañó a sus exámenes. Es la excusa perfecta para detenerme en la atalaya de los recuerdos, cuyos pasos siempre me llevan frente a este perfil de ladrillo y pasado. Una vez más, como si fuera un pliegue cuántico de mis emociones, me lleno de nostalgias y me pierdo en los recuerdos. Revivo entonces, una vez más, los hallazgos intelectuales, los buenos ratos con los amigos que se fueron y con los que aún quedan, las noches haciendo cola para elegir horario, las horas de biblioteca y césped o la frescura de los sueños mientras aún están en proceso de formación. Es la vida, en definitiva, escurrida entre los dedos como agua imposible de retener. Los jirones dolientes del descubrimiento del amor, las hieles del desamor, que afortunadamente aún permanecen como un leve filo de aire instalado entre el pecho y el bajo vientre, los rostros que ya no son, las miradas en la bruma matutina de una cafetería aún no remozada, los besos robados, los universos de caricias...Todo cabe en aquel edificio río, en aquellos ideales de melena, barba artúrica y chupa de cuero.
La facultad de Historia, mi facultad y la de tantos otros, dibuja una geografía emocional en mi vida tan intensa como repetida. Cada año, con la llegada de las pruebas de acceso a la universidad de mis alumnos, les acompañó a sus exámenes. Es la excusa perfecta para detenerme en la atalaya de los recuerdos, cuyos pasos siempre me llevan frente a este perfil de ladrillo y pasado. Una vez más, como si fuera un pliegue cuántico de mis emociones, me lleno de nostalgias y me pierdo en los recuerdos. Revivo entonces, una vez más, los hallazgos intelectuales, los buenos ratos con los amigos que se fueron y con los que aún quedan, las noches haciendo cola para elegir horario, las horas de biblioteca y césped o la frescura de los sueños mientras aún están en proceso de formación. Es la vida, en definitiva, escurrida entre los dedos como agua imposible de retener. Los jirones dolientes del descubrimiento del amor, las hieles del desamor, que afortunadamente aún permanecen como un leve filo de aire instalado entre el pecho y el bajo vientre, los rostros que ya no son, las miradas en la bruma matutina de una cafetería aún no remozada, los besos robados, los universos de caricias...Todo cabe en aquel edificio río, en aquellos ideales de melena, barba artúrica y chupa de cuero.
Recuerdo a la perfección los versos de Machado que leía sin tregua en un banco de piedra a la espera de la siguiente clase (Caminaré hacia la tarde de verano/para quemar tras el azul del monte/la mirra amarga de un amor lejano/en el ancho y flamígero horizonte); un concierto de Ismael Serrano que fue génesis de amores salvajes, viajes en Seat Panda hasta más allá del horizonte, pueblos aún con gentes, y fotos de grupo que eran algo más que una declaración de intenciones.
El año que viene volveré y seguiré volviendo a perderme en el pasado y en los recuerdos, pero sobre todo regresaré periódicamente a escribir sobre ello. Quizá un amigo escritor tenga razón y la literatura no sirva para llegar al fondo de ningún concepto, tampoco para plantear cuestiones o incitar a la reflexión. Quizá lo que las letras anhelan es sobrevolar permanentemente el vasto espacio de la emoción. Siempre con el deseo de acercarse, de pelear por rozarla con el verbo, pero sin una esperanza cierta de abrazarla.