El don de las piedras, de Jim Crace



El don de las piedras, que acaba de publicar Hoja de Lata, fue la segunda novela de Jim Crace, un autor inglés muy premiado y aún vivo que a mí me gusta mucho (ya hablamos antaño de dos de sus libros: Y amanece la muerte y Cosecha), tras su debut con las historias interconectadas de Continente. Aunque esta novela no es, a mi juicio, tan buena como las dos primeras que he citado, quizá porque el argumento me interesa menos, ya contiene las bases de lo que será la obra de Crace, sus señas de identidad y sus preocupaciones, su inquietud por el lenguaje y por los entornos naturales donde a veces el hombre encuentra acomodo y supervivencia y, otras, encuentra la muerte y la corrupción correspondiente de la carne.

La novela se ambienta en el momento en que el hombre va a pasar de la edad de la piedra a la del bronce utilizando a dos personajes: un hombre que perdió un brazo cuando era niño (miembro amputado por una herramienta fabricada con piedra) y su hija, quien es la primera narradora del libro, pero que en muchos pasajes cede la palabra a su padre, un virtuoso en el arte de narrar:

Así como el abusón se hace soldado y el mezquino se mete a comerciante, el mentiroso se convierte en bardo. ¿A quién le puede sorprender? Mi padre lo veía de este modo: una buena historia salida de sus labios le permitió de la noche a la mañana pasar en este pueblo, de ser poco menos que una planta silvestre, sin mucha utilidad, a convertirse en su cuentista.

Aunque en la cubierta figure "el don de las piedras", en realidad esta referencia sólo escenifica el marco en el que se ambienta la historia, pues el centro de gravedad del libro es "el don de las palabras", y cómo las usamos para convencer, engatusar, entretener y trasladar entre generaciones las historias que se alimentan de rumores, leyendas e incluso mentiras. Lo dice la narradora:

La paradoja es esta: amamos las mentiras. La verdad es fea y plomiza, mientras que las mentiras son ágiles, briosas y llenas de vida. La mentira es un arte.

En manos del lector queda dirimir qué partes de la novela son una invención del segundo narrador y qué partes son reales dentro de la trama. Aunque en realidad da lo mismo: como a los miembros de la aldea a los que les cuenta historias, a nosotros nos interesa que esas palabras nos engatusen, sean el sustento de anécdotas falsas o verdaderas. Así comienza la novela:

El brazo derecho de mi padre no terminaba en la mano sino en el codo, con una protuberancia huesuda. Pensad en la silueta de un árbol desmochado. Ese era el muñón de mi padre. La piel estaba tirante alrededor del hueso y se arrugaba hacia el interior del orificio resultante de la desaparecida articulación inferior. La cicatriz recordaba a las marcas que los chiquillos hacen con piedras en el hielo –una pequeña incisión irregular, húmeda de pus salobre–. El brazo raras veces estaba seco o dejaba de dolerle. A medida que fue envejeciendo daba la impresión (eso decía) de que su malgastada e inoportuna simiente había encontrado salidas menos provechosas de lo que a él le habría gustado.



[Hoja de Lata. Traducción de Pablo Gonzáletz-Nuevo]

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