Las chicas, de Emma Cline



Volví la mirada por las risas, y seguí mirando por las chicas.
Lo primero en lo que me fijé fue en su pelo, largo y despeinado. Luego en las joyas, que relucían al sol. Estaban las tres tan lejos que sólo alcanzaba a ver la periferia de sus rasgos, pero daba igual: sabía que eran distintas al resto de la gente del parque. Las familias arremolinadas en una cola difusa, esperando las salchichas y hamburguesas de la barbacoa. Mujeres con blusas de cuadros acurrucadas bajo el brazo de sus novios, niños lanzando bayas de eucalipto a las gallinas de aspecto silvestre que invadían la franja de parque. Aquellas chicas de pelo largo parecían deslizarse por encima de todo lo que sucedía a su alrededor, trágicas y distantes. Como realeza en el exilio.

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Gran parte del deseo, a esa edad, era un acto deliberado. Nos empeñábamos en difuminar los bordes toscos y decepcionantes de los chicos para darles la forma de alguien a quien pudiéramos amar. Decíamos que los necesitábamos desesperadamente con las palabras típicas, repetidas de memoria, como si estuviésemos leyendo una obra de teatro. Más tarde lo vería: lo impersonal y rapaz que era nuestro amor, enviando su señal por todo el universo con la esperanza de encontrar un depositario que diera forma a nuestros deseos.

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Pobre Sasha. Pobres chicas. El mundo las engorda con la promesa de amor. Cuánto lo necesitan, y qué poco recibirán jamás la mayoría de ellas. Las canciones pop empalagosas, los vestidos descritos en los catálogos con palabras como "atardecer" y "París". Y luego les arrebatan sus sueños con una fuerza violentísima; la mano tirando de los botones de los vaqueros, nadie mirando al hombre que le grita a su novia en el autobús. La lástima por Sasha me bloqueó la garganta.

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Queríamos desgarrar una costura en la vida de la familia Dutton, para que se vieran a ellos mismos de un modo distinto, siquiera por un momento. Para que notasen una ligera perturbación, para que tratasen de recordar cuándo habían cambiado los zapatos de sitio o metido el reloj en el cajón. Eso sólo podía ser bueno, me decía, la perspectiva forzada. Les estábamos haciendo un favor.


[Anagrama. Traducción de Inga Pellisa]
    

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