Historias de Semana Santa.


Estendhal en Cáceres. Arde París.


La piedra todo lo guarda. Ese fue uno de los pensamientos recurrentes que me acompañaron durante mi estancia como guía en Florencia. Yo era un universitario reflexivo y sensible, también alocado a veces (y hasta artúrico, como le gustaba decirme a un buen amigo). Lo que no podía negar en mi personalidad eran los claros humores melancólicos. Tras un mes largo trabajando en la ciudad del Arno, cruzando cada mañana frente a las puertas del baptisterio creadas por Ghiberti y respirando el aire que vio arder a Savonarola, el regreso al hogar fue tan extraño como intenso. El asfalto de la ciudad, y eso que Madrid no tiene parangón, e incluso las cálidas arenas de una pedanía levantina de cielos de ensueño, me dejaban frío. Una pesadez diseñada en blanco roto se me instalaba en el ánimo. Era una suerte de hiperestesia desganada, un raspón incómodo en las emociones, una costra insistente que se cae antes de cicatrizar la herida. En definitiva, un incordio sublime que me aturdía y, como quien no quiere la cosa, me arrojaba a la indolencia o a la taquicardia, sin dejar de lado el sollozo. Sufría, a pesar de no saberlo, el mal del viajero, el conocido como Síndrome de Stendhal. La belleza, esa compañera voluble de nuestros días, es como la pasión. En su justa medida (nadie sabe cuál es más allá de la teoría) da sentido a la vida. En exceso, por otra parte, hiere con la eficacia del matarife bisoño. 
Atardecía en la ciudad vieja de Cáceres cuando volví a sentir lo mismo. Veinte años dan para muchas emociones, decir que no son nada no deja de ser una licencia para un tango. En este tiempo, reconocí esa sensación brutal de desbordamiento en varias ocasiones, aunque cada vez más atenuada. Era algo así como el peaje natural del toxicómano de las experiencias: el Museo de la Orangerie en París, la sierra nevada de Madrid, el acceso a Machu Pichu o Niagara falls fueron algunos escenarios propicios para ese sentir.
El día se escapaba en el marco de un cielo indeciso en tierras extremeñas. Las nubes pintaban mechones de tiza en el oeste y manchas grises en el poniente. A más de veinte metros sobre el suelo el horizonte es un amigo lejano. Es fácil sentir el imposible de estar a su altura, de mirarle a los ojos y esperar. La vista entre las almenas es un encuadre afortunado para cualquier director de fotografía. El amarillo rutilante, un punto anaranjado, que lame el resto de los lienzos es el propio del desembarco de un rey, de una declaración de amor o del acalorado arranque de una guerra. Es el ardor en el que vive el pasado, en el que se escuchan pisadas y mandobles de gentes que ya no están y que quizá nunca existieron. Es el poder de la piedra, ya lo descubrí en Florencia, que todo lo guarda. Aquí se puede habitar por y para siempre. 
Surge como un poema una media luna de día. Se dibuja transparentosa y blanquecina sobre un cielo que va perdiendo su azul claro. Y bajo ella, a los pies de los hombres, en un extremo de la plaza avanzan unos nazarenos violeta siguiendo el inequívoco ritmo del tambor procesional. De pronto, tras el trueno, llegan los vientos y metales trayendo su melodía de dolor y misericordia. Y, al mismo tiempo, como si fuese una conjura de las miasmas del universo, comienza a arder Notre Dame y París deja de ser una fiesta. No lo siento. No lo intuyo. Las muescas en el devenir de la historia son mudas hasta que arañan la piel. El paso aún está lejos, pero yo ya lo sé, estoy sufriendo con placer y arrobo el síndrome de Stendhal. 


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