La búsqueda


Ayer visitó dos pisos. En total debe de haber visto unos doscientos en el último año. El de las siete de la tarde no le convenció porque los muebles estaban algo desgastados. El de las ocho porque no tenía suficiente luz natural. En otras ocasiones ha renunciado al alquiler por el tono de voz del casero, cuya agudeza o cuya gravedad no presagiaba nada bueno. O por la deshonestidad del anuncio que había descubierto en Internet, ya que en las fotografías se observaba un sofá verde oscuro cuyo verdadero color era un repugnante verde claro.

           A veces se pregunta si de verdad quiere cambiar de vivienda. Quizá lo único que anhela es explorar posibilidades indefinidamente, regodeándose en la opción de elegir y descartar.

Empezó su búsqueda al cumplir los treinta porque le aburría vivir solo. Aunque invitaba a gente con frecuencia, echaba de menos alguien a quien contarle su día a día: cómo había transcurrido la visita a cierto cliente al que intentaba vender un producto nuevo, la discusión con su jefe que había terminado con una irónica palmadita en la espalda o la cena con una chica que le gustaba. Se veía a sí mismo como una persona sociable y, si bien apreciaba las ventajas de vivir solo, le apetecía un cambio. Además, compartir piso supondría un ahorro importante que le permitiría algún capricho ahora inaccesible.

Casi como un pasatiempo, comenzó a comparar los anuncios de diversas páginas web. Si daba con uno prometedor, llamaba al teléfono de contacto y concertaba una cita. Le gustaba charlar con los inquilinos, preguntarles por su profesión, explicarles a qué se dedicaba y los motivos por los que buscaba una habitación (sin mencionar la soledad, que era el verdadero motivo). En general encontraba a todos muy agradables, pero siempre había algo que le refrenaba a la hora de decidirse: la suciedad del cuarto de baño, el desorden en la cocina, la ilógica disposición de los armarios, un tatuaje de mal gusto...

La búsqueda se convirtió en una rutina, igual que hacer la colada o fumar un cigarrillo al volver del trabajo. Ya no solo visitaba pisos para compartir, sino también otros en los que seguiría viviendo en solitario y en condiciones muy parecidas a las actuales; se recorría cada barrio de la ciudad, incluso aquellos más alejados de su oficina, en pos del lugar perfecto.  

***



Hoy se dirige hacia un piso que lo atrae de manera especial. No es la primera vez que le ocurre; a fuerza de desengaños ha aprendido a moderar sus emociones. Sin embargo, a juzgar por la ubicación, el precio y las imágenes de la web, es justo lo que quiere. Viviría solo, pero en el mismo barrio que sus mejores amigos y en la misma calle que una antigua amante cuya pasión espera recuperar. Tras doce meses de búsqueda, se dice a sí mismo que tal vez ha llegado la hora de tomar una decisión. Mientras cruza la acera en dirección al portal ya se imagina la fiesta de inauguración, con varios colegas tomando cerveza en la sala de estar. Incluso se imagina a su amante desnuda frente al espejo del dormitorio.

Pulsa el timbre con el corazón acelerado y una leve sonrisa en el rostro. Tardan en abrir y lo hacen sin contestar una palabra. En otras circunstancias esto habría bastado para darse la vuelta: hoy no. Es un segundo, así que no se molesta en llamar al ascensor y sube las escaleras. En el primer piso se cruza con una mujer rubia, muy bella, que no duda en responder a su saludo con una sonrisa. Incluso las vecinas son perfectas, piensa lleno de entusiasmo. Reza porque todo sea como en las fotos, que esta vez no haya mentiras y que el arrendatario sea tan cálido y sincero como sugería su voz.

Sube despacio los últimos escalones. Quiere saborear el momento: siente que la larga búsqueda llega a su fin.

La puerta entreabierta, como dándole la bienvenida. Madera de calidad, bruñida. Se adentra en el pasillo. Igual que en las fotos: limpio, ancho y con habitaciones a ambos lados esperando a que él las descubra. Se abre una puerta a su derecha y surge un hombre de edad parecida a la suya, con cara de buena gente. No le devuelve la sonrisa cuando él le estrecha la mano enérgicamente. Podrá perdonárselo. Solo le pide que sea sincero, que no haya adornado la realidad como tantos otros. Ni siquiera resulta imprescindible que sea una bellísima persona.

—Estoy impaciente por conocer la casa. ¿Dónde empezamos?

El hombre niega con la cabeza y responde en voz baja:   

          —Lo siento, una chica me acaba de alquilar el piso. Quizá te la hayas encontrado en las escaleras.


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