En el encendido debate sobre si el arte debe ser un puñetazo en la boca del estómago, una caricia en el lomo o ninguna de las dos yo me suelo ubicar en el primer presupuesto. Un buen amigo y compañero siempre pone como ejemplo de ese concepto una frase de una novela mía: “Antes de que su cabeza chocase contra el suelo, Iván ya había muerto”.
Todos recordamos qué obras de arte -películas, libros, cuadros o canciones- nos han emocionado hasta el llanto. A veces, hasta sabemos del momento y de la culpa de éste en la pasión que nos suscitan. Sin embargo, también existe, lo reconozcamos o no, una contra lista. Es decir, el recuento cuidadoso de aquellos pasajes que nos han incomodado, conmovido o alterado profundamente. De la navaja de Dalí cortando la mirada del espectador al horror de atravesar un paso subterráneo en plena madrugada siendo Monica Belluci. La lista es infinita y exasperante.
Sin embargo, suelen ser pocas las ocasiones en las que esa pulsión escópica, la del disgusto que te obliga a mantener la mirada, te atrapa en la vida real, en el día a día. A mí, sin ir más lejos, me pasó ayer.
Subí al vagón con una sensación de calidez impropia del mes de febrero. Y aunque el metro de Madrid contiene muchas veces en sí mismo un micro clima, en esta ocasión no fue así. Los excepcionales veinte grados del exterior, pesaban en los andenes generando una suerte de magnetismo. Quizá por eso, y después de parapetarme en una lectura indigenista, reparé en que aquel vagón era un espejo. Unos asientos más allá, también leía escondido tras un grueso volumen de novela rusa, otro escritor que -lo supe después- venía como yo de ejercer labores de presentación de obras ajenas.
No fue hasta la tercera o cuarta pasada cuando mi mirada comenzó a quitar capas de cebolla. Entre párrafo y párrafo de las miserias genocidas de la conquista del oeste, y mientras mi cabeza no dejaba de reinterpretar mis western favoritos, me detuve por primera vez en el tipo que viajaba frente a mí. Me pareció un anciano respetable, de rictus serio, calva brillante, rostro ceñudo y lectura de revista breve, pero sesuda. Asentía con una dureza hueca, entre espartana y caústica cada poco. Lo abandoné y volví a mí texto varias veces. Los viajes en metro dan para mucho.
Fue precisamente ese recurrente y mínimo asentir el que me escamó. La tercera mirada fue la del amante despechado, la que empieza a captar visos de realidad entre los resquicios de la ilusión.
El escaneo comenzó en el inframundo de los pies. Frente a ellos, una bolsa de cuero de bandolera, cara y antigua, descansaba en una pose esteta. Los zapatos eran antiguos, pulcros, negros y demodé. Y yo ya había caído preso de la pulsión. No podía alejar mi mirada. Los calcetines, sin embargo, eran de un gris gastado que se confundían con la piel ceniza del anciano. Nadie podía adivinar su origen. Lo que sí se podía rastrear era un ligero reguero verdoso, nacido en la pernera y continuado sospechosamente hasta la entrepierna, cuyo tono era inequívocamente amarillento. El veredicto se acercaba, pero aún no era capaz de predecirlo, al igual que el ojo ve lo que la fotografía solo intuye. La puntilla fue que entre los ribetes negruzcos y escasos del cuello gastado de su gabardina había una suerte de corbata que no era tal. Era una sombra de mugre.
Aquel hombre, lejos de la provecta imagen que le había regalado mi imaginación, era un vagabundo. Mejor, pensé, como personaje novelesco puede dar más juego. Aún así, allí había más vida que literatura. Este descubrimiento cierto –el de sus inesperadas miserias- me atrapó con un grado de incomodidad que solo recordaba haber sentido en mis sueños más angustiosos. Aquella imagen, pero en la vida real, ha pasado a formar parte de mi contra lista. Me pregunté si sería un tipo perdido por la demencia o un dandy de los homeless, pero en su pose y cíclica afirmación ante el vacío lector encontré la respuesta: nunca lo sabría. Lo que me fascinó de aquel mendigo fue su crítica y camaleónica apariencia. Me había engañado y ya era parte de mis recuerdos.